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Francisco Javier Cervigon Ruckauer

Francisco Javier Cervigon Ruckauer

Francisco Javier Cervigon Ruckauer

 

La creación del Universo

¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?

En el principio creó Dios los cielos y la tierra (Gen 1). Sobre el origen del Universo, en lo científico la pregunta más interesante es cómo se ha creado. En lo religioso, en cambio, lo que más interesa  es Quién y para qué. Hasta hace poco los astrofísicos no podían resolver el problema, aunque ya desde hacía varios siglos el heliocentrismo se había ido imponiendo gradualmente al geocentrismo. Por ello se aceptaba comúnmente la narración de los siete días del Génesis, pero desde comienzos del siglo XX técnicas y teorías habían progresado extraordinariamente y se apoyaban mutuamente. Pudo así empezar a estudiarse científicamente.

Todo parece haberse formado como consecuencia de una gran explosión llamada Big Bang, habiendo sido formulada esta teoría de un modo metódico y científico por el astrofísico y sacerdote belga Georges Lemaître en 1927, que él la llamó la Gran Implosión. La proporción existente de ciertos elementos en todo el Universo, particularmente hidrógeno, deuterio y helio, proporcionan argumentos convincentes sobre la teoría del Big Bang, y hoy los físicos están generalmente de acuerdo en que el Universo empezó como un punto de energía infinitamente denso. Toda la materia y energía estaba superconcentrada en un pequeño espacio. Según esta teoría, si el Universo se expande como la metralla de una bomba que ha explotado, es de suponer que era como una especie de “huevo cósmico”.

El Big Bang indica que la naturaleza tuvo un inicio definido, pues no se concibe cómo la naturaleza inexistente puede crearse a sí misma. Sólo una fuerza sobrenatural fuera del espacio y del tiempo, es decir Dios, puede haberlo hecho. El Big Bang ofrece un argumento interesante a favor de la existencia de un Creador. Pero aunque la teoría del Big Bang propuesta por Lemaitre es la más aceptada, para muchos investigadores el origen continúa siendo un enigma. Para Christof Wetterich, físico de la Universidad de Heidelberg (Alemania), el universo es el resultado de un largo y gélido periodo de transformación y no de un fuerte estallido como afirma la teoría del Big Bang.

Si aceptamos el Big Bang, ¿qué pasó antes? A esta pregunta contestan los científicos que no lo sabemos, que es inimaginable e indeducible y que ellos son físicos, pero no metafísicos. ¿Y después? Durante el primer millón de años después del  Big Bang, la temperatura cayó y se empezaron a formar núcleos y átomos. La materia se empezó a agrupar en galaxias por la fuerza de la gravedad, debido a un movimiento rotativo que les dio forma de espiral. En cuanto al Sol, es una estrella que se formó hará unos cinco mil millones de años. En lo referente a la Tierra, inicialmente demasiado caliente, se enfrió poco a poco, generó una atmósfera y se hizo potencialmente habitable hará unos cuatro mil millones de años. Apenas ciento cincuenta millones de años más tarde ya bullía de vida, hasta que finalmente aparece, ciertamente no hace mucho tiempo, el hombre.

 

Antes del amanecer

¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿De dónde vienen todas las cosas y a dónde van? Todo individuo se plantea estas cuestiones en algún momento de su vida. En realidad, el hombre ha buscado su origen desde que tuvo conciencia de sí. De este modo, su capacidad para formular tales preguntas ha hecho de él un ser singular en el Universo conocido, ya que, por lo que sabemos, es la única criatura dotada de semejante nivel de conciencia. Las respuestas han sido múltiples: intuitivas, ingeniosas, fantásticas. Pero ahora, en la era científica, disponemos de una ingente cantidad de nueva información. Las viejas explicaciones han caducado, pero, puesto que gran parte de la nueva información ha sido objeto de interpretaciones conflictivas, ninguna “historia genética” omnímoda las ha reemplazado. Esto se debe, en parte, a que la ciencia ha progresado desfasadamente: por ejemplo, poseemos grandes conocimientos sobre física y química, pero sabemos muy poco de biología, acerca del tiempo o, por citar un tema mucho más próximo a nosotros, sobre nuestro cerebro. En algunos campos hemos rebasado el siglo xx. En otros, permanecemos aún en el oscurantismo. Por ello, no ha sido sencillo alcanzar una imagen coherente de nuestros orígenes. Por otra parte, en los últimos años, algunas teorías claves han ganado amplia aceptación: las que atañen al origen del Universo, por ejemplo, y las que nos aclaran determinados aspectos del origen de la vida. Algunos descubrimientos sorprendentes han confirmado teorías que ya sustentábamos. Entre éstas fue notable el descubrimiento del ADN: la clave de la estructura de toda materia viviente. Todavía permanecemos en la incertidumbre acerca de nuestros orígenes, y es probable que nunca conozcamos los detalles exactos. Pero aplicando las actuales teorías de la ciencia, podemos intentar desplegar una exposición totalizadora.

Tal exposición revela que el hombre es producto de un reordenamiento increíblemente complejo de la materia original del Universo. Se trata de un ser singular ―podemos afirmarlo―, capaz de exigir una explicación de su existencia, y capaz asimismo de postular, ahora, una respuesta lógica y coherente.

La exposición remonta la materia que nos conforma a través del tiempo, del comienzo de la vida, de la formación de nuestro planeta y del nacimiento de las estrellas, hasta el momento mismo en que comenzó el Universo. También detalla el modo en que esa materia, dispuesta en una forma viviente, puede ser concebida, nacer y madurar hasta convertirse en un ser humano dotado de conciencia.

 

Antes de que todo comenzara ya existía Aquel que es la Palabra

Dios creó todo de la nada. Antes de que comenzara todo era    , la nada, que no podemos conocer ni nombrar. Pero como somos humanos nos proponemos representarlo:    , la nada, no era cualquier cosa ni era una no-cosa; era la nada. De nada no puede salir nada, a menos que Dios cree. La nada carecía de centro y de límite, de interior y de exterior. Ninguna altura se cernía sobre ninguna profundidad, ninguna luz se correspondía con ninguna oscuridad, ningún calor respondía a ningún frío. Una parte era exactamente igual a todas las partes. Y por ello no podía tener parte, números, grados ni diferencias de ningún tipo. De ahí que no podamos darle nombre, aunque la llamemos nada. Pero luego, súbitamente, se produjo una diferencia. Para los que acostumbramos a nombrar las cosas hubo, a la vez, más que nada y menos que nada: positivo y negativo, aquí y allá, interior y exterior, centro y límite, principio y fin, materia y… Y en ese momento hubo espacio. Pero ese espacio instantáneo no podía retener aquellos incalculables opuestos que se separaron con un poderoso Bang. En ese instante hubo dimensión y también tiempo. De toda la materia arrojada por aquel gigantesco Bang, sólo una parte infinitesimal permaneció unida para formar el Sol, la Tierra, la vida y a nosotros.

Bang. Nada se ha agregado, nada se extrajo. Los materiales de todo cuanto hayas visto o tocado estaban allí. Ahí estaban los materiales para ti, y también para mí. Todo forma parte de un proceso indefinido que marcha adelante, de una prolongada secuencia de reordenamiento.

Una fuerza insuperable une todos esos fragmentos arrojados integrándolos en un sistema, un Universo: la gravedad. Desde el momento de aquel poderoso Bang hasta hoy, y desde ahora hasta el fin del Universo, la gravedad ha influido y seguirá influyendo en su lucha por trastocar la expansión del Universo. Si triunfa la gravedad y la materia y la energía retornan, el tiempo se detendrá y el espacio sólo será un punto. Luego, con un poderoso Antibang, quizá todo quede aniquilado y vuelva a ser (que todavía no podemos conocer ni nombrar).

Tal vez existe un superuniverso en el que esta excursión de ochenta billones de años de Bang a Antibang no sea más que la rompiente de una ola única sobre una roca de un mar desconocido en un planeta muerto del sistema menos considerado, perdido en el más allá, entre las galaxias más insignificantes. Si es así, no puede importarnos. Más allá de los límites del tiempo y el espacio, sólo hay silencio.

Bang, Antibang y Big Bang son las denominaciones usuales en la física contemporánea para referirse al modelo del Universo Lemaitre, fueron incorporadas por el astrofísico rusoamericano George Gamow. Otros especialistas sugieren la designación de teoría de “Universo en explosión” para este modelo. Todas estas expresiones que aluden a Estallido, Antiestallido y Gran Estallido se utilizan corrientemente en las obras en castellano sobre el tema.

 

El origen del Universo es el instante en que...

En el instante en que comenzó el Universo, hace aproximadamente quince billones de años, éste era una masa hirviente de energía productora de ampollas y efímeras partículas de materia, densamente apiñadas a altísima temperatura. Este glóbulo, muy comprimido, se expandió de pronto y fue arrojado a una velocidad semejante a la de la luz. A medida que iba expandiéndose, su energía debía desplegarse de modo más tenue a través de volúmenes de espacio cada vez mayores.

Una hora después del Bang, la temperatura había disminuido lo suficiente como para que se formaran partículas estables: protones, neutrones y electrones. Pero habrían de pasar diez millones de años antes de que el glóbulo en expansión se hubiera enfriado lo suficiente como para que dichas partículas formaran asociaciones o átomos estables. Las primeras asociaciones fueron hidrógeno (un protón y un electrón) y helio (dos protones, dos neutrones y dos electrones). Poco después, todo el Universo estaba compuesto por estos dos elementos, que se desplazaban desde el centro hacia afuera.

Pero la formación de gas en el Universo no fue paralela al proceso descrito. Hubo billones de sitios en los que su densidad se modificó ligeramente. Las partes más densas ejercían una atracción gravitatoria más poderosa que las demás y, naturalmente, se convirtieron en los centros hacia los cuales se sentían Impulsadas las partes menos densas.

El Universo, todavía en expansión, se convirtió en una serie de agrupaciones masivas de gas arremolinado, y las galaxias eran mucho más amplias de cuanto podamos imaginar. Las había de todas las formas.

En la actualidad, el Universo es prácticamente inconmensurable. Para tratar de comprender su tamaño, debemos emplear un año luz, la distancia que recorre la luz a 300.000 kilómetros por segundo en un año, es decir nueve trillones de kilómetros. Esto casi excede nuestra capacidad imaginativa, pero, para tener una idea de la escala a que nos referimos, diremos que la luz del Sol tarda ocho minutos en llegar hasta nosotros, que la de la estrella más cercana invierte más de cuatro años y que la luz de la galaxia más lejana precisa cinco billones de años. La luz de los objetos más distantes y misteriosos del Universo, denominados quasars, que se alejan de nosotros casi a la velocidad de la luz, ha tardado en llegar hasta nosotros doce billones de años. Por eso podemos decir que ahora vemos esos objetos como solían ser hace doce billones de años.

 

Fundiciones gigantescas

Toma ocho protones y ocho neutrones, haz que ocho electrones pasen aceleradamente a su alrededor y tendrás oxígeno. Con veintiséis protones, treinta neutrones y veintiséis electrones tendrás hierro. El oro lo componen 79 protones, 118 neutrones y 79 electrones. En la naturaleza existen 92 elementos distintos compuestos de este modo, con excepción de hidrógeno y el helio todos han sido creados desde la formación de nuestra galaxia.

En una galaxia existe la tendencia a que toda la masa comience a girar. También existe la tendencia a que se forme un disco que, gradualmente, se vuelve más esférico. En el interior de tales discos hay remolinos secundarios, donde los centros locales de gravedad comienzan a contener masas de gas y polvo. Éstas terminan por formar un centenar de billones de remolinos, cada uno de los cuales constituye la simiente de una estrella.

A medida que el hidrógeno y el helio se concentran, a medida que una cantidad cada vez mayor de gas es atraída por la gravedad de la estrella creciente, y a medida que el apiñamiento y los forcejeos de los átomos se hacen más tensos, la temperatura supera el límite de toda medición significativa. Hasta los átomos de hidrógeno y helio se separan, retornando a sus protones, neutrones y electrones constitutivos. En algunos sitios se concentran tan densamente que Incluso unos protones se fusionan con otros.

Esta fusión sólo se produce si la temperatura alcanza millones de grados; cuando esto ocurre, libera una inmensa cantidad de energía. ¿De qué manera lo hace? Resulta extraño que dos protones fusionados pesen menos que dos separados. Y cuatro protones fusionados pesan menos que dos pares. El peso que se pierde sale en forma de energía radiante: calor, luz, rayos X y así sucesivamente.

Este proceso de fusión generador de energía es el corazón de la bomba de hidrógeno. De modo que esas estrellas son, en realidad, bombas de hidrógeno naturales. La fuerza de la energía que podría hacer estallar la estrella es contrarrestada por la enorme atracción de la gravedad.

Nuestro Sol en la galaxia Nuestro Sol es sólo uno de los cien billones de astros de nuestra galaxia. Está situado aproximadamente a tres quintos hacia el exterior de la galaxia, que gira muy lentamente y completa una revolución cada doscientos millones de años.

Pero el efecto de la bomba de hidrógeno no durará eternamente, y todas las estrellas que han nacido tienen una “vida” y finalmente mueren. Las estrellas de tamaño común, como nuestro Sol, durarán alrededor de diez billones de años, pero cuando el “combustible” de hidrógeno del centro esté casi agotado la estrella se volverá mucho más brillante, una “gigante roja” de un tamaño cientos de veces mayor. Cuando esto le ocurra a nuestro Sol, aproximadamente dentro de unos cinco billones de años a partir de ahora, los planetas interiores, incluida la Tierra, estarán quemados. Esta etapa de “gigante roja” no dura mucho tiempo. El resto de energía nuclear se agota rápidamente y la estrella cae por su propia fuerza de gravedad. La caída continúa hasta que toda la masa alcanza un volumen menor al del tamaño de la Tierra. Dichas estrellas se llaman enanas blancas. Son tan densas que un cubo de su materia pesaría cientos de toneladas. Irradian lentamente al espacio los restos de su calor y desaparecen en la oscuridad.

Pero un destino distinto aguarda a una estrella grande, muchas veces mayor que nuestro Sol. La presión de la gravedad hacia el interior es tan poderosa que el centro de la estrella se quema con rapidez y ésta muere muy pronto. Cuando prácticamente todo el hidrógeno ha sido separado, la estrella cae hasta que su temperatura alcanza los cientos de millones de grados. A esta temperatura se combinan los protones, los neutrones y los electrones para formar los 92 elementos. Todos los elementos surgen de esta forma, apiñados en el ígneo corazón de esas estrellas.

La extraordinaria caída crea una energía tan vasta en el centro, que esta gigantesca fundición estalla en lo que se denomina la explosión de una supernova, esparciendo en el espacio sus 92 elementos, donde se mezclan con el gas de hidrógeno y helio existentes. Durante la explosión de una supernova la estrella puede ser billones de veces más brillante que el Sol, probablemente, tan brillante como todas las estrellas de la galaxia juntas. Detrás queda una estrella “neutrón” de increíble densidad, millones de veces más densa que la enana blanca.

En las tremendas explosiones de estrellas en caída, la fuerza de la gravedad es tanto más fuerte cuanto que la caída continúa hasta que se crea un agujero negro, del que ni siquiera la luz puede escapar. En cuanto existe un agujero negro, la estrella que cae se vuelve invisible. Toda materia o incluso una estrella entera que cayera en un agujero negro desaparecería para siempre, víctima de la terrorífica gravedad de aquél.

En nuestro Sol y sus planetas, el sistema solar está compuesto por un cuerpo central de elevada masa ―el Sol― y por cuerpos más pequeños y ligeros ―los planetas― que giran a su alrededor. De los nueve planetas, Júpiter es el mayor, y Mercurio el más pequeño. El Sol pesa setecientas veces más que la suma del peso de todos los planetas.

Desde que se formó nuestra galaxia, hace alrededor de diez billones de años, las explosiones de supernovas se han producido a un promedio de una por siglo. Dados los millones de estas explosiones, los nuevos elementos se han distribuido gradualmente por toda la galaxia; su composición también ha cambiado de forma paulatina. Sin embargo, la galaxia sigue estando compuesta por su 93% de hidrógeno y menos del 7% de helio originales. Algo menos del 1% ha formado carbono, hierro, aluminio, nitrógeno, oxígeno... y los noventa tipos de átomos restantes. La capacidad de estos átomos para combinarse entre sí explica todo lo que ha sucedido desde entonces. Por ejemplo, el hidrógeno se combina con el oxígeno para formar el agua. El oxígeno se combina con el hierro, el aluminio y el silicio para formar un millar de tipos distintos de roca.

¿De qué modo se combinan? Compartiendo sus electrones. En el agua, por ejemplo, los electrones que giran alrededor de dos núcleos de hidrógeno también trazan órbitas en torno al núcleo de oxígeno, configurando una especie de paquete atado con un trozo confuso de cuerda electrónica. Así es la molécula de agua: dos hidrógenos, un oxígeno.

Hablamos de átomos y moléculas, pues básicamente la materia sólida está compuesta por átomos. El equivalente a 25,4 mm³ de una sustancia sólida común contiene tantos átomos como granos de arena todos los océanos de la Tierra. Los átomos se unen para formar moléculas. Por ejemplo, el hidrógeno se une con el oxígeno para constituir una molécula de agua; el hidrógeno, el oxígeno, el carbono y el nitrógeno se combinan para formar una molécula de glicina, que todos los organismos vivientes contienen.

Los aminoácidos se unen para formar proteínas. El hidrógeno. el más simple de los átomos. La molécula de glicina, el más simple de los aminoácidos.

 

La cuna de un centenar de soles

Hace aproximadamente cinco billones de años, un número suficiente de estrellas grandes de nuestra galaxia fue separado mediante explosiones de supernova para enriquecer la mezcla original de hidrógeno y helio con una pequeña fracción de los demás elementos.

Imagina parte de ese gas enriquecido girando hacia el interior hasta formar una nube gigantesca: la cuna de un centenar de estrellas nuevas. A medida que las nubes se vuelven más apretadas, se forman muchos remolinos separados; uno de ellos es el embrión de Sol. A medida que el gas y el polvo se unen bajo el influjo de la gravedad, la parte interior del remolino se junta para formar el Sol, que comienza a girar a velocidad cada vez mayor. Esta rápida rotación es causa de que la parte exterior se achate hasta formar un extenso disco de más de un billón y medio de kilómetros de ancho; ahí se formarán la Tierra y los planetas.

A medida que el calor aumenta en el centro de Sol, éste comienza a brillar débilmente y, más tarde, cuando se producen las reacciones nucleares, la temperatura se eleva con rapidez hasta alcanzar los vertiginosos catorce millones de grados. Ahora nuestro Sol está en llamas y maduro; muy poco cambiará en los próximos diez billones de años. Una vez formadas todas las estrellas de esa nube gigantesca, comienzan lentamente a apartarse hasta alcanzar sus distancias actuales. Debieron de nacen muchas estrellas como nuestro Sol; muchas estrellas que serían lo bastante estables como para albergar vida en sus planetas cercanos. El Sol es una estrella de tipo muy común en nuestra galaxia, aunque nos parezca un cuerpo sorprendente. Tiene un diámetro de 1,4 millones de kilómetros y nunca deja de irradiar 370.000 billones de billones de kilovatios de energía en el espacio. La Tierra sólo absorbe las dos billonésimas partes de esa energía. Lo cual equivale a dos millones de veces las exigencias energéticas actuales de la humanidad.

 

Granos de polvo, guijarros en planetas

Piensa nuevamente en aquel enorme disco que se extiende más de un billón y medio de kilómetros alrededor del Sol primitivo. Allí se han formado pequeños remolinos, y los elementos más pesados se han convertido en materia sólida; el polvo se ha vuelto granos; los granos, guijarros y éstos se han transformado en cantos rodados.

Fueron masas compuestas por terrones con algunos del tamaño de montañas las que finalmente convergieron en puntos situados a distancias variables del Sol. A medida que esos guijarros y cantos rodados monstruosos caían unos sobre otros bajo la acción de la gravedad, formaban cuerpos aún mayores: los planetas.

Mientras los planetas se formaban, el Sol primigenio comenzó a frenar hasta alcanzar su velocidad actual, y literalmente soltó los elementos más ligeros del disco, que eran hidrógeno y helio. Pero el Sol posee una masa suficiente como para contener todos sus elementos constitutivos, y si tomamos en consideración el escaso hidrógeno que desde entonces se ha convertido en helio el proceso que libera la inmensa cantidad de energía solar, resultará que la composición del Sol era muy parecida a la del gas y el polvo enriquecidos de la galaxia: 93% de hidrógeno, menos del 70% de helio, menos del 10% de todo lo demás. Los planetas exteriores ―Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno― son gigantes, en consecuencia, su masa supera la de los menores. Una masa mayor ejerce más atracción gravitatoria, y esto les ha permitido retener prácticamente todo el hidrógeno y el helio. En realidad, Júpiter casi puede considerarse una estrella aunque es el mayor, la fuerza de su gravedad hacia el interior no basta para crear el efecto de la “bomba de hidrógeno”.

Los planetas interiores ―Mercurio, Venus, Tierra y Marte― son más pequeños, y la atracción de la gravedad resulta más débil. Por ello pierden gran parte de los dos gases más ligeros. Pero, en contraste, suelen retener los elementos más pesados: carbono, hierro, nitrógeno, aluminio, etcétera.

Existen dos tipos más de planetas. Los asteroides, el gran anillo de cantos rodados entre Marte y Júpiter, podrían ser un planeta que se desmembró, y Plutón, el más lejano de todos, podría ser un satélite que se apartó de Neptuno. De tamaño semejante al de Mercurio, gira alrededor del Sol trazando una órbita muy alargada.

Un planeta debe encontrarse a cierta distancia de Sol para albergar vida. Si está muy cerca, la atmósfera hierve en el espacio, y si está demasiado lejos, se congela, en especial el vapor de agua, esencial para nuestro tipo de vida. Sólo la Tierra está situada a una distancia adecuada del Sol.

 

La Tierra casi se derrite

La Tierra, en el momento de su formación, era más fría y sólida de lo que desde entonces ha sido. Ni terremotos ni volcanes ni océanos. Sencillamente, polvo frío, guijarros fríos, cantos rodados fríos.

Pero a medida que chocaban entre sí y se convertían en masas cada vez más grandes, su volumen total y la fricción comenzaron a producir calor. Además, en el volumen creciente permanecían encerrados átomos de uranio, torio y radio; enormes átomos inestables que pueden dividirse espontáneamente y dado que son millones, liberar ingentes cantidades de energía nuclear. Esa misma energía, oculta ahora en las entrañas de la Tierra en constante crecimiento, comenzó a calentarla, y produjo tanto calor que casi se derritió.

Sin duda alguna, derritió nuevamente las rocas. Cuando esto sucedió, los diversos elementos constitutivos encerrados en aquéllas tuvieron libertad de movimiento. Los dos principales eran el hierro, que es pesado, y el silicio, ligero. El pesado hierro se hundió hasta el centro, arrastrando elementos como níquel, platino y oro. El silicio, en cambio, flotó hasta la superficie, arrastrando elementos pesados pero afines químicamente a él, como el plomo y el uranio.

Luego la parte exterior del centro ―el manto― se enfrió y solidificó, comenzando por una masa de minerales de hierro, silicio y oxígeno. Estos se hundieron en forma de cristales gigantescos hasta una profundidad aproximada de 330 kilómetros, donde se posaron, flotando sobre la superficie del centro, constituido por minerales de níquel-hierro, más pesado (y todavía derretido), a lo largo de 5400 kilómetros. Podrías decir que, como el hielo de un glaciar, esta capa es sólida, pero, bajo tanto calor y presión, puede fluir realmente de un modo plástico.

Más tarde, los minerales basálticos se endurecieron: óxidos de hierro y compuestos de aluminio y silicio conformaron una delgada corteza de ocho kilómetros de profundidad alrededor del globo. Lo único que quedaba era granito, la roca más ligera de la Tierra primitiva. No había suficiente cantidad como para cubrir del todo la corteza. En realidad, el granito sólo cubrió alrededor de un tercio de globo, quizás en una sola extensión, tal vez en varias más pequeñas.

Este nuevo ordenamiento pudo ser estable durante algún tiempo, pero no podía durar mucho. Aquellos átomos en división aún calentaban las entrañas de la Tierra, convirtiéndola en un inmenso caldero químico y creando tensiones que, poco después, abrirían grandes grietas en la corteza y agujerearían la capa de granito. En el fondo del caldero se cocinaban nuevos gases: metano, compuesto por carbono e hidrógeno; amoníaco, compuesto por nitrógeno e hidrógeno; anhídrido carbónico, compuesto por carbono y oxígeno; y vapor de agua muy caliente.

Olvídate de los gases, pero presta atención a su composición: carbono, hidrógeno, nitrógeno y oxígeno, elementos vitales del posterior reordenamiento fundamental de la materia, el más estupendo para nosotros. El comienzo de la misma vida. Y ahora están aquí, escupidos por un centenar de miles de volcanes, apresurándose a formar una atmósfera. Ya no permanecen encerrados en las rocas y en los cristales, sino que forman gases donde cada molécula tiene la libertad de correr de un punto a otro y de reaccionar con otras... en cuanto la Tierra se ha enfriado lo suficiente como para que el vapor se condense en nubes y éstas en gotas de agua. Antes de que la vida pueda comenzar llueve incesantemente durante miles de años, y esta lluvia crea lagos, mares y océanos.

 

Un cosmos sin vida se encuentra lejos de estar muerto

Se trata de un lento torbellino, cuya superficie es constantemente agitada, golpeada, arrugada, carcomida, elevada, plegada, enterrada... a causa de un inmenso e incesante movimiento de materia y energía. Un cosmos vivo incluso antes de convertirse en un cosmos viviente.

Están los volcanes, arrojando la primera atmósfera terrestre de metano, amoníaco, anhídrido carbónico y vapor..., y sacando también a la luz un rico botín de minerales que, de lo contrario, reposarían eternamente encerrados en las profundidades de las rocas. Forman montañas y capas nuevas sobre las capas de granito y la corteza de basalto del planeta. Cuando el vapor se enfría y cae en forma de lluvia, disuelve una fracción de todo lo que toca.

Los vientos de la nueva atmósfera también ponen su parte de destrucción. Limpian como arena y pulen la roca desnuda escamándola, socavándola, derrumbándola. Las escamas y los cascajos se disuelven en el agua. En escasos millones de años, los lagos, los ríos y los mares poco profundos que se acumulan en la Tierra configuran un “caldo” incipiente: una muestra líquida de todo lo que hay sobre la superficie y en el aire.

Pero es el agua la que modifica profundamente el carácter de la Tierra. Por ejemplo, en el cálido ecuador el agua se convierte en vapor. Desde allí sólo puede dirigirse hacia el Norte o el Sur, hasta regiones más frías. En ellas se condensa y cae en forma de lluvia; al hacerlo, despide el calor que absorbió cuando se convirtió en vapor. En síntesis, el agua transporta calor del ecuador a las regiones más frías. Estabiliza la temperatura de la Tierra y reduce sus máximas.

Además, las complejas corrientes de aire del interior de las nubes crean enormes cargas eléctricas que las gotitas de agua pueden transportar hasta que éstas se vuelven demasiado pesadas. En ese momento, toda la electricidad se descarga en un poderoso rayo, cuya energía puede obligar a combinarse a las sustancias químicas, que en caso contrario seguirían separadas hasta el final de los tiempos.

Algo más: el agua tarda más tiempo en calentarse y enfriarse que la mayoría de los líquidos. Por este motivo, todo lo que contiene está protegido de los cambios súbitos y violentos de la temperatura.

Si el agua no poseyera estas facultades excepcionales, la vida en ningún caso habría podido comenzar en la Tierra.

 

La Tierra es un enorme laboratorio químico

Las tormentas azotan, el rayo descarga, el Sol levanta ampollas. Toda esta energía castiga el planeta primitivo. Los crecientes océanos de agua tibia se evaporan formando nubes que inundan la Tierra con las lluvias. Los ríos fluyen, acarreando minerales que enriquecen los mares salobres. La atmósfera enrarecida y perniciosa, compuesta por vapor de agua, metano, amoníaco y anhídrido carbónico, es bombardeada por el rayo y la radiación. Las moléculas simples se ven obligadas a combinarse en moléculas cada vez mayores que la lluvia transporta hasta el mar.

Estas moléculas nuevas se acumulan bajo la superficie, donde quedan parcialmente protegidas de las fuerzas destructoras de arriba. Entre ellas se encuentran los aminoácidos, los lípidos y las sales minerales como el fosfato de los ríos. Los fosfatos se combinan con los azúcares para formar azúcar-fosfato. Estas pocas moléculas ―había muchísimas más en el “caldo”― son los principales personajes del reordenamiento que conduce a la vida; un proceso increíblemente lento y azaroso que tardará, al menos, un billón de años en cumplirse. Pero los materiales ya estaban allí. Los átomos de aquellas moléculas son iguales a los átomos que están en ti: todos los átomos de tu cuerpo están en algún punto de aquel mar y aquella roca primitiva.

Si algún ser hubiese estado allí, habría denominado “alimento” a esas moléculas, ya que la energía gracias a la cual estaban unidas podía extraerse rompiendo las uniones. Pero como tal ser no existía, las moléculas se acumularon bajo la superficie, apiñándose cada vez más, haciendo el “caldo” cada vez más sustancioso.

Un tráfico incesante en ambas direcciones, construyendo y destruyendo…

En la atmósfera primitiva la vida no podía comenzar porque las moléculas nunca se acercaban lo suficiente. En las rocas tampoco, a causa de que las moléculas estaban excesivamente apiñadas como para moverse. Sólo en el agua del planeta primitivo nuestros principales personajes podían errar de un lado a otro, uniéndose, formando diversas asociaciones.

Los encuentros casuales y extraños suelen ocurrir. Aquellos aminoácidos activados por la energía de la atmósfera se comportan como imanes, por lo que se juntan siempre que están lo suficientemente cerca y forman largas líneas llamadas proteínas.

Y los azúcar-fosfatos se juntan con cualquiera de las cuatro bases; de este modo tenemos nucleótidos. Algunos son activados por la energía y, errando al azar, se unen para formar cadenas llamadas ácidos nucleicos.

En la superficie del caldo se congregan los lípidos con la cola hacia arriba. El extremo ama el agua y el extremo la odia. Cuando se apiñan, algunos pueden dar la vuelta y formar una capa doble capaz de hundirse en el caldo.

Algún día esas capas dobles formarán una envoltura protectora alrededor de las líneas y las cadenas de aminoácidos y ácidos nucleicos. Pero no todavía. La situación química en su totalidad es aún demasiado inestable, debido a que la energía que azota el caldo y obliga a las moléculas a combinarse también afecta a las combinaciones y las divide nuevamente.

Existe un tráfico incesante en ambas direcciones: construyendo, destruyendo. Sin embargo, con extrema lentitud la construcción triunfa sobre la destrucción.

El tiempo transcurre: centenares de millones de años. La no-vida avanza. El “alimento” se acumula y las asociaciones se forman..., se rompen.., vuelven a formarse..., ganando gradualmente estabilidad y fuerza.

Cuando una cadena de ácidos nucleicos formó una cadena doble se dio un gran paso. Una cadena sola está expuesta y es débil. Pero cuando cada nucleótido puede “enchufarse” en su complementario, la cadena doble resultante, sin machos ni hembras expuestos, es más fuerte y estable. Se la denomina ADN (abreviatura de ácido desoxirribonucleico). Posee la útil capacidad de desprenderse y formar automáticamente copias idénticas de sí misma a partir de los nucleótidos que la rodean.

Otro gran paso se dio cuando una larga línea de aminoácidos se unió con otra y se enroscó hasta formar una línea doble o racimo. De este modo obtuvieron una especie de protección y, en consecuencia, fueron más estables ―no mucho―, aunque sólo es necesario un poco más de estabilidad para lograr el éxito.

El gran momento se presentó cuando una de las líneas de aminoácidos se unió con otra de distinto, formando un racimo que siente más voracidad por más aminoácidos. Así crecieron con mayor rapidez. Cooperar y ayudarse mutuamente para crecer en tamaño y variedad es una gran ventaja. Este proceso se acelera a sí mismo debido a que una variedad mayor crea más posibilidades de semejante ayuda mutua.

Pero el proceso sigue siendo lento y muy azaroso. Uno está aquí y el otro allá. Tardan una eternidad en moverse dentro del caldo.

De algún modo, debemos reunirlos y mantenerlos en su sitio.

Ese fue el paso siguiente. Las gotas de lluvia que caían en la superficie contribuyeron a perturbar la delgada película de lípidos, haciendo que algunos fragmentos cayeran debajo de la superficie, formando burbujitas, naturalmente. Muchas veces atraparon aquellas cadenas dobles de ácidos nucleicos, y los racimos de aminoácidos. Era la posibilidad que necesitaban: un refugio para protegerse de todo el caos exterior.

Además, los aminoácidos individuales podían penetrar la membrana, al igual que las bases y los azúcares.

Las sustancias químicas se acumulan en el caldo- Las sustancias químicas simples se mueven incesantemente en el mar primitivo, uniéndose y separándose al azar. Después de muchos millones de años, comienzan a formar moléculas más grandes, que adoptan la forma de líneas y cadenas. Pequeñas gotas de lluvia contribuyen a que los lípidos se separen y formen burbujas en el agua. La radiación de la atmósfera es tan intensa, que nada puede sobrevivir en el riguroso medio existente por encima del agua.

 

Caos, orden, estabilidad, vida

Protegidas dentro de las burbujas, las líneas y las cadenas podían crecer en una paz y serenidad relativas. En ese caos químico comenzaron a aparecer minúsculos receptáculos de orden. Puesto que la protección es tan esencial para la vida, la naturaleza ha seguido empleando membranas o piel, corteza, escamas o cualquier otro tipo de barrera contra el caos desde entonces.

Amparadas contra el caos, las líneas y las cadenas prosperaron y se hicieron más estables, hasta el punto de que crecieron más que sus membranas. Siempre que esto ocurría, la membrana estallaba y volvía a formarse en burbujas más pequeñas, cada una con una fracción de los contenidos originales. Se había logrado un tipo primitivo de reproducción, aunque en ese caldo primitivo era un acontecimiento sin control y azaroso.

El problema siguiente consistía en cómo volverlo menos azaroso. La solución estaba estrechamente relacionada a otro problema: la muerte. Las líneas enroscadas de aminoácidos o proteínas no durarían siempre. Incluso en su nueva situación, relativamente estable, se perderían. ¿De qué modo reemplazarlas? Debía hallarse el modo de registrar la secuencia exacta de aminoácido de una proteína dada para estar en condiciones de copiarla. ¿Qué contenía el caldo que pudiera contribuir?

¿Qué decir de esas cadenas de ácido nucleico: el ADN? Las cuatro bases constituyen un código perfecto para registrar qué aminoácidos se relacionan y en qué orden. El código funciona en ternas. De este modo, si reúnes las nueve bases en un orden determinado, encontrarás esos tres aminoácidos y ningún otro alineados como barcas ancladas en un muelle. Lo sorprendente es que en cuanto están anclados se unen de proa a popa y se separan de la cadena de ácidos nucleicos que en ese momento queda libre para atraer otros tres aminoácidos idénticos... Luego otros... y otros.

Imagina una cadena con cientos de bases y tendrás una pequeña fábrica perfecta que produce proteína tras proteína. Ya disponemos de los ingredientes para una célula viva que cuenta con una membrana protectora exterior, es decir el ADN que puede proveer todas las proteínas que la célula necesita y reproducirse a sí misma.

Así, la célula puede dividirse en dos células, ambas capaces de vivir, siempre que las condiciones sean favorables. Probablemente las primeras versiones del sistema fueron muy burdas e imperfectas y se hallaban a gran distancia del que utilizan actualmente las cosas vivientes (donde se incluyen muchas otras moléculas).

Las células que originaron todas las cosas vivientes debieron cumplir otro progreso sensacional para proteger su ADN del uso y el desgaste excesivos. El ADN se convirtió en una copia magistral de la especificación de todas las proteínas de la célula. Para crear una proteína, la célula se abre y hace una copia de una de sus mitades. Esa copia (denominada ácido ribonucleico o ARN) emerge y cumple con la ardua y confusa tarea de reunir los aminoácidos una y otra vez, otra y otra más. Si la copia sufre algún daño, el ADN puede, sencillamente, separarse una vez más y producir la salida de otra porción de ARN para que reemplace a la molécula dañada.

Cuando algunas proteínas comenzaron a actuar como aceleradores de estos procesos, mientras otras asumían el papel de frenos, se produjo otro gran adelanto hacia la estabilidad. Ahora la pequeña célula primitiva podía proseguir su camino si abundaba la energía alimenticia, y continuar con bastante estabilidad cuando escaseaba la provisión. Ya estaba en condiciones de comenzar a responder a su medio ambiente. Podía comenzar a vivir.

Las burbujas forman las pieles de las primeras células. Las burbujas de lípidos comienzan a rodear las sustancias químicas estables del caldo, las protegen del caos exterior y se convertirán en las primeras células. Al alcanzar cierto tamaño, las burbujas se separan en otras más pequeñas: primer tipo de reproducción. Imaginemos una célula primitiva, seccionada para mostrar su interior. Aminoácidos individuales penetran por la pared y se suman a las proteínas del interior. Puede verse el ADN especificando el orden de los aminoácidos para formar proteínas. Los nucleótidos forman nuevas cadenas de ADN. Si los comparamos con el funcionamiento de las células actuales, estos procesos eran poco eficaces y azarosos.

 

Autosuficiencia. Se rompe la barrera alimentaria

La violenta energía que contribuyó a crear la vida también podía detenerla, matando las células primitivas que se acercaban demasiado a la superficie del mar. Quizá también los errores en las copias de ADN cobraron sus víctimas.

Las células muertas proporcionaron una nueva posibilidad de vida a toda célula capaz de encontrar el modo de rasgarlas y despojarlas de sus tesoros químicos. Ese sistema debía consistir en la producción de nuevos tipos de proteínas: proteínas digestivas que abrirían la membrana y convertirían las proteínas, los azúcares y las demás moléculas en porciones menores, susceptibles de ser absorbidas y dispuestas nuevamente para permitir el crecimiento.

¿Cómo puedes producir un nuevo tipo de proteína? La única manera consiste en modificar el mensaje del ADN, haciendo que resulte algo distinto. ¿De qué modo? Sólo la “casualidad” que dirige la providencia divina puede lograrlo. El daño de la radiación, un error de copia, una unión accidental en el ADN y el deterioro químico pueden modificar el ADN, y en cuanto el cambio se opera, se continuarán realizando copias cambiadas hasta el próximo error. A este cambio lo llamamos mutación.

Lo maravilloso del sistema consiste en que fomenta automáticamente mejoras. Si una mutación es perniciosa, la célula muere... y el ADN muere con ella. Pero las mutaciones beneficiosas contribuyen a que la célula sobreviva y se multiplique.

Prácticamente todas las mutaciones son perniciosas; sólo una de cada mil probabilidades resulta beneficiosa. Sin embargo, toda la evolución ha progresado estimulada por este único proceso. Fueron estas mutaciones, en los comienzos, las que finalmente produjeron las proteínas digestivas. Las primeras células que desarrollaron dichas proteínas y pudieron despojar a las células muertas de sus tesoros químicos eran comedoras de carroña. Hoy las llamamos bacterias.

La primera célula vegetal produce su propio alimento. Las células primitivas y las comedoras de carroña han limpiado el caldo hasta dejarlo casi desprovisto de alimento. La nueva célula, es decir, la primera célula vegetal, contaba con el pigmento: la clorofila. Gracias a ésta podía asimilar las mismas sustancias empleadas en el primer experimento químico el que creó los bloques más esenciales para la vida y convertirlas en alimento. Con el empleo de la clorofila, el vegetal combinó anhídrido carbónico y agua para formar azúcar. Los azúcares, ricos en energía, se combinan con el amoníaco para formar aminoácidos Estos se reúnen en largas líneas de ARN para formar proteínas. Una proteína ayuda al ADN a reproducirse a sí mismo. Azúcares y fosfatos contribuyen a la formación de nuevos lípidos, que pueden utilizarse para el crecimiento y la recuperación.

La vida aún debía superar otro gran obstáculo: la barrera alimenticia. Todas las células primitivas dependían para alimentarse de la formación azarosa de moléculas mediante el calor, la radiación, el rayo y otras formas de energía. Este proceso era constante..., pero sumamente lento.

Poco después, el alimento era arrebatado con tanta rapidez como se producía. Si las células pudieran producir alimento para ellas mismas... Para lograrlo necesitaban energía del exterior. Claro que debía ser una forma moderada de energía, a fin de que no dañara el ADN y desbaratase la química celular.

Sólo existe una fuente mundial regular de esta energía: el Sol. La luz natural se filtra aunque el cielo esté cubierto. La célula necesitaba encontrar un modo de capturar la energía de la luz natural. La solución: un pigmento. La base de los pigmentos ya se encontraba en el caldo.

Probablemente las células primitivas produjeron pigmentos para protegerse de la dañina radiación ultravioleta del Sol, lo mismo que actualmente los pigmentos de nuestra piel. Cuando la luz natural afecta a la mayoría de los pigmentos, se convierte en calor. Pero necesita una serie distinta de mutaciones para producir clorofila, el pigmento verde de las plantas.

La clorofila es algo especial. Convierte una pequeña parte de la luz natural en electricidad, una forma de energía mucho más útil. Con su ayuda, la célula recoge moléculas de anhídrido carbónico у de agua para formar moléculas de azúcar ricas en energía. El derivado de este proceso es el oxígeno, veneno para todo lo que crecía en esa atmósfera de metano y amoníaco. A pesar de ello, la ventaja de poder preparar su alimento fue tan grande, que las células aprendieron a tolerar el venenoso oxígeno en lugar de renunciar y retornar al viejo sistema. Poco después, los océanos resplandecían de verdores con una nueva forma de vida: las células vegetales.

 

Todo lo que contenía aquel caldo primitivo ahora está en ti

Han transcurrido dos billones y medio de años desde la formación de la Tierra y ya estamos a mitad del camino hacia el presente. Todo ese tiempo fue necesario para crear la primera planta... Y esa planta sólo cuenta con una célula.

Pues bien; imagina varios tipos distintos de células de  las que hay en nuestro cuerpo. En este mismo instante hay cincuenta trillones semejantes a ellas funcionando en tu cuerpo: células sensoriales del oído interno, células de la sangre, células musculares, nerviosas, de la piel, del hígado... Y sólo constituyen una fracción de los múltiples tipos diferentes de células que nos conforman. Lo que las diferencia, fundamentalmente, son las proteínas: hemoglobina en la sangre, actina y miosina en los músculos, queratina en las células de la piel..., y así sucesivamente. La forma y la personalidad química de estas proteínas es vital para ti.

Lo sensacional reside en que las proteínas de tus trillones de células están especificadas por el mismo proceso que las proteínas de aquella primera célula de hace billones de años. El ADN, el código que entonces transmitió el mensaje, prosigue su tarea. Sólo el mensaje ha cambiado con el correr del tiempo para especificar vegetales, animales y el hombre. ¿Cuánto ADN es necesario para especificar todas las proteínas de un ser humano?

Ya conoces el sistema básico. Digamos que una proteína típica consiste en doscientos aminoácidos reunidos. Cada aminoácido es especificado en la cadena de ADN por una secuencia de tres unidades. De modo que para producir una de tus proteínas es necesario algo así como seiscientas de estas unidades.

En realidad, el ADN humano cuenta aproximadamente con tres billones y medio de unidades. Puestas en fila medirían alrededor de un metro ochenta, lo que no está mal si recuerdas que una célula típica sólo mide la quinta millonésima parte de noventa centímetros de un lado a otro. Si el ADN de los cincuenta trillones de células de tu cuerpo se colocara en fila, mediría 93 billones de kilómetros.

Y todas las células cuentan con todo el ADN necesario para especificar a una persona en su totalidad. De modo que la mayor parte, en la mayoría de las células, está permanentemente activa y en silencio, sin especificar nada. Por ejemplo, en una célula formadora de sangre, las longitudes de ADN que especifican la proteína nerviosa, la muscular y todas las demás, nunca se utilizan.

Pero no creas que en cuanto una célula está formada lo único que tiene que hacer es cumplir su función hasta tu muerte. Las células individuales de los tejidos que cubren tu cuerpo mueren permanentemente; todas, con excepción de tus células nerviosas, pueden reparar la pérdida mediante un nuevo crecimiento. Al rasguñarte la piel matas millones de células, pero éstas son apartadas y reemplazadas en pocos días. Cada segundo mueren y son reemplazados entre dos y tres millones de glóbulos rojos. Son desintegrados por el hígado, que utiliza parte de sus productos para formar las sales biliares que contribuyen a la digestión. Las células de las papilas gustativas viven, como promedio, cinco días; en realidad, todas las células que, de algún modo, entran en contacto físico con el exterior, están expuestas a una renovación increíblemente rápida.

Las células distintas se regeneran de formas diversas. Por ejemplo, una célula del hígado muere y se encoge, de modo que su vecina se divide en dos y ocupa su lugar. Al dividirse su ADN se duplica, abriéndose completamente, y luego cada mitad regenera a la compañera que falta. Durante el desarrollo de las dos células nuevas, el ADN que especifica las proteínas permanece provisionalmente activo hasta que alcanzan su tamaño natural.

Algunas partes del ADN actúan como reguladoras: poniendo en marcha, deteniendo, acelerando o frenando la actividad de otras partes del ADN. Por ejemplo, cuando sufres una infección de menor importancia, tus glóbulos blancos luchan con el mal invasor, y algunos mueren y se desmembran. Los productos del desmembramiento estimulan el ADN de otros glóbulos blancos para que produzcan una estrategia de multiplicación masiva, y poco después millones de glóbulos blancos repelen al invasor.

 

Cuando el éxito amenazó la supervivencia

El desarrollo en aquel mar primitivo consistía en una sencilla comunidad de seres vivientes que dependían entre sí. Innumerables millones de minúsculas células vegetales flotaban cerca de la superficie, utilizando la clorofila para convertir la energía solar en el alimento que necesitaban para crecer y multiplicarse.

Casi con la misma rapidez con que se multiplicaban morían otras a causa de la radiación y se hundían en el fondo del mar. Allí formaron una fuente abundante de alimento para las células comedoras de carroña, que las desmembraban enviando proteínas digestivas y absorbían los tesoros químicos a través de sus paredes celulares. Pero todo estaba librado al azar, esperando a que las células muertas llegaran a ponerse a su alcance. Tarde o temprano habría de evolucionar un método que resultara más eficaz para obtener y absorber alimento.

Las primeras células que desarrollaron la capacidad de rodear una célula muerta y absorber su riqueza sin desperdiciar sus proteínas digestivas, se convirtieron en las nuevas campeonas. Para lograrlo, debieron aumentar de tamaño. Otra pequeña mutación les permitió alcanzar el poder del movimiento simple, lo que suponía que la abundante fuente alimentaria de la superficie estaba allí para quien deseara aprovecharla: las células vegetales vivas. Por definición, estas células recientemente evolucionadas fueron los primeros animales, ya que un animal es una criatura que vive ingiriendo plantas (o comiendo otros animales que ingieren plantas). Contaban con la posibilidad de alimentarse de los vegetales de la superficie, las comedoras de carroña del fondo o las células muertas del medio. Pensarás que debieron de vaciar la charca.

No fue así. El sistema estaba equilibrado, pues sólo podían existir tantas células animales comedoras de carroña como eran capaces de sustentar las células vegetales. Lo mismo se aplica a toda comunidad viva actualmente conocida.

Los vegetales alimentan a los animales, pero éstos los destruyen. Se trata de una pauta muy estable. Aunque la perturbes mucho, tiende a retornar al equilibrio. Imagina que, por algún motivo, existe una abundancia repentina de alimento vegetal y que los animales se multiplican, como siempre ocurre en los buenos tiempos. A más vegetales devorados, menos abundancia. Hay una gran cantidad de animales hambrientos. Muchos mueren y los supervivientes ya no se reproducen tanto. Los vegetales, de los que no hay exceso, se recuperan. Los animales también.

Este punto es de importancia vital para todas las cosas vivientes de nuestra era. Es verdad que hoy, alrededor de dos billones de años después de que vegetales y animales comenzaran a evolucionar, los modos de vida están tan inextricablemente entrelazados que resultaría difícil demostrar que las ventajas y desventajas de ambos no alcanzaron un equilibrio relativo.

Pongamos por ejemplo los pastos. La llanura del este africano es uno de los últimos y más extensos prados naturales en los que pastan antílopes, y cebras. Si vieras estas manadas confundidas, pensarías que todas compiten por el mismo alimento. No es así. Cada una ingiere un pasto distinto en longitud y textura. Ello contribuye a impedir el crecimiento del tipo de plantas achaparradas que rápidamente invadirían el lugar y ocultarían los pastos. Si los pastos altos y toscos que gustan a la cebra no fueran ingeridos, los más delgados y suculentos, preferidos por los ñúes, no florecerían. Por este motivo, la interdependencia es total: pastos y animales.

A medida que animales y vegetales evolucionaron hacia una variedad de formas cada vez mayor, sus comunidades se hicieron más complejas y estables. Pero las relaciones continuaron siendo las mismas. Los vegetales capturan la energía solar y producen alimento, despidiendo el oxígeno excedente. Los animales ingieren vegetales o animales que comen vegetales. Los desperdicios animales ―el estiércol, la orina y sus cuerpos cuando mueren― y los vegetales muertos son alimento de seres como los insectos, las bacterias y los hongos. Finalmente, todo se desmembra de nuevo en productos químicos gracias a los cuales florece una nueva generación de vegetales. Un círculo perfecto, mantenido en movimiento por la energía solar.

Naturalmente, con el fin de mantener equilibrado este sistema, los vegetales y animales se ven obligados, en primer lugar, a resolver los problemas individuales para garantizar la supervivencia. Se habían topado con otro obstáculo en aquel mar primitivo: el veneno. A medida que las primeras plantas vegetales prosperaban, producían más oxígeno. Recuerda que la Tierra jamás ha producido oxígeno libre, es decir en forma de gas. El oxígeno de la Tierra siempre había estado combinado con otros átomos de manera no peligrosa: por ejemplo, CO2, numerosos tipos de cristal y mineral. Pero el oxígeno libre y gaseoso era corrosivo y letal para todos los tipos de vida que se habían desarrollado en una atmósfera de metano y amoníaco. Por ello, su mismo éxito parecía amenazar la supervivencia. En este caso, convirtieron el problema en una gran solución.

Si eres una célula y te dan una molécula de azúcar, tienes dos modos de extraer energía de ella. La forma primitiva consiste en fermentarla hasta convertirla en alcohol. Hasta la aparición del oxígeno, ése era el único modo.

Pero el oxígeno te permite quemar el azúcar. Aunque no mediante el fuego, el resultado final es el mismo: el azúcar se desmembra en anhídrido carbónico y agua, las mismas sustancias a partir de las cuales la célula vegetal forma el azúcar en primer lugar. Lo que resulta sorprendente es que el método del oxígeno produce diecinueve veces más energía que el de la fermentación.

La primera célula que alcanzó la mutación que hacía trabajar el oxígeno sobre los azúcares (denominando azúcares a los glúcidos, con el propósito de hacer más didáctica la exposición; En consecuencia, siempre que digo azúcares me refiero a los compuestos orgánicos formados por átomos de carbono, hidrógeno, otros elementos. Asimismo, los glúcidos son conocidos con el nombre de hidratos de carbono) fue una célula vegetal. Así, obtuvo una extraordinaria ventaja, ya que sólo necesitaba una diecinueveava parte de la ingestión de alimento que requería una célula dependiente de la fermentación.

Las células animales de la superficie llevaron a cabo independientemente el mismo avance sensacional, pero llegó muy poco oxígeno a las comedoras de carroña del lecho oceánico, y ahora sabemos que sus descendientes las levaduras y algunas bacterias siguen empleando la forma primitiva de desmembrar los azúcares sin oxígeno.

Todas las células del resto de las cosas vivientes utilizan la ruta del oxígeno hacia la energía, excepto cuando escasea, como ocurre en nuestros cuerpos cuando corremos muy aprisa y necesitamos energía con más rapidez que la empleada por el oxígeno para llegar a nuestros músculos. En estas emergencias empleamos el método de fermentación para desmembrar el azúcar, hasta que podemos relajarnos y ofrecer al oxígeno la posibilidad de quemar el azúcar hasta convertirlo en anhídrido carbónico y agua.

La aparición del oxígeno en la atmósfera ejerció otros efectos. Filtró la mayor parte de la radiación letal del Sol, fenómeno que un día permitiría que la vida colonizara la Tierra. Si hoy perdiéramos ese precioso filtro de la atmósfera, quizá toda la vida perecería. Pero esa misma radiación había suministrado durante cientos de millones de años aminoácidos al caldo, y dicha provisión había comenzado a mermar debido a que una cantidad cada vez mayor de células vegetales los utilizaba. Las células animales y las comedoras de carroña sólo se vieron indirectamente afectadas a raíz de que obtenían los aminoácidos ingiriendo células vegetales.

Las células vegetales resolvieron este problema con más mutaciones de su ADN, que les permitió formar todos los aminoácidos a partir de su provisión de azúcares. Desde ese momento, todos los vegetales han sido autosuficientes, siempre que cuenten con sales minerales en su provisión de agua.

Pero nosotros, los humanos, sólo podemos formar aproximadamente la mitad de los aminoácidos que necesitamos. El resto proviene de nuestro alimento.

El método de vida del oxígeno ofreció otra fuente de alimento para algunas células especiales comedoras de carroña. Con la ayuda del oxígeno, podían asimilar el amoníaco y el metano de la atmósfera, digerirlo y convertirlo en nitrógeno, agua y anhídrido carbónico.

¿Nitrógeno? ¿Agua? ¿Anhídrido carbónico? Súbitamente, el planeta se está convirtiendo en un lugar muy conocido.

Estos dos grupos de mutaciones ―el de la clorofila y el de la combustión de oxígeno― constituyeron la base de un modo de vida totalmente nuevo.

Gracias a la clorofila, la cantidad de alimento que todo el planeta había producido podía obtenerse en unos pocos kilómetros cuadrados de océano. Y el oxígeno permitía utilizar estas sustancias alimentarias con una eficacia diecinueve veces superior a la del método anterior.

El peso total de la materia viva que la Tierra estaba en condiciones de sustentar en ese momento debió multiplicarse cientos de millones de veces. Naturalmente, la cantidad de ADN en el planeta se multiplicó de manera similar. El laboratorio en que podían ocurrir las mutaciones era inmenso. La vida ya había recorrido más de la mitad de su senda evolutiva, y ahora estaba preparada para acometer algunos progresos en verdad espectaculares..., en cuanto hubiera consolidado su posición recién conquistada.

 

La proliferación, comienzo de la especialización

En este punto han transcurrido cuatro billones de años en la historia de la Tierra. Más precisamente, las cuatro quintas partes del tiempo transcurrido hasta hoy. El modo de vida unicelular se ha diseminado en amplia medida en mares, caletas poco profundas, charcas y marismas. A más ADN, mayores probabilidades de mutaciones.

La vida unicelular tiene ciertas desventajas. Así, es necesario vivir en el agua. Al estar obligada a permanecer en el agua, la célula corre grandes riesgos de ahogarse. Además, no puede moverse con mucha rapidez ni llegar muy lejos para evitar ser ingerida por otras células.

Existen dos formas de asegurarse contra estos riesgos. Una consiste en la política de la proliferación. Los seres unicelulares pueden agruparse en colonias simples donde cada célula individual obtiene protección, aunque debe cumplir las funciones de alimentación, crecimiento y reproducción.

La otra forma constituye, para nosotros, un progreso evolutivo fundamental: la división del trabajo entre las células: un organismo multicelular. Aunque el ADN es el mismo para todas las células de un organismo multicelular, ciertas partes dejan de actuar, de modo que las células cumplen diferentes funciones como la recolección y el transporte de alimento y la formación del esqueleto.

Los primeros seres multicelulares fueron como la obelia, conformada como un saco, con tentáculos móviles alrededor de la boca, a través de la cual puede expulsar los bocados indigeribles y otros productos de desecho.

El modelo corporal en forma de saco tiene limitaciones. La alimentación es un proceso de captura en vez del tipo de sistema digestivo de línea de montaje: entrada por un extremo, salida por el otro. Todas las células deben encontrarse cerca de la gran charca formada en el interior del saco, pues, de lo contrario, mueren de inanición. Esto, además, limita el tamaño y el grado de complejidad. Contando sólo con dos capas hasta el cuerpo, existen pocas posibilidades de movimientos musculares, de modo que suelen arraigar al fondo de la charca o flotar libremente (medusa).

Un ordenamiento más prometedor fue el cuerpo en forma de tubo con dos aberturas, que permitía la alimentación continua. Todos los seres formados en torno a un aparato digestivo tubular poseen tres capas corporales básicas. Una interior, que transforma el alimento; una exterior, que recoge datos de ese exterior y se protege de él; y una capa intermedia en la que puede formarse una cavidad para permitir los movimientos del cuerpo, confiriéndole de este modo independencia.

Este ordenamiento produjo un gran aumento del tamaño corporal y abrió inmensas posibilidades nuevas; prácticamente todos los seres multicelulares están organizados según este modelo. En la capa media evolucionó un sistema sanguíneo para distribuir el oxígeno y digerir el alimento. Un sistema nervioso central condujo a una coordinación más rápida de los movimientos, y los músculos unidos al esqueleto podían mover el cuerpo con mayor eficacia.

El ser unicelular tenía una desventaja que, a través del tiempo, se convirtió en una ventaja. Los seres unicelulares pueden reproducirse mediante la división, dando lugar a ingentes cantidades de copias: cantidad, pero no diversidad. Como los organismos multicelulares contaban con células especializadas, eran tan incapaces de dividirse como nosotros.

En vez de dividirse, debían reunirse células sexuales especiales para producir los vástagos. La mezcla de los dos ADN creó organismos buenos y malos, de los cuales sobrevivieron los más adaptables, mientras el resto dejó de existir. Así fue la primera reproducción sexual, y constituyó un gran aliciente para el cambio y la evolución.

Para los vegetales y animales primitivos el agua costera poco profunda, las lagunas y los estuarios ofrecían una amplia variedad de ambientes en los que podía evolucionar una rica diversidad de vegetales animales. Se han hallado fósiles de algas verdiazules que tienen 2 1/2 billones de años de antigüedad y que conservan su aspecto original. Otras colonias simples de algas que actualmente conocemos ―como las espirogiras, los pediastrios y los volvox― flotan cerca de la superficie del agua, mientras que el musgo marino y la ulva o lechuga marina multicelular crecen en el fondo del mar. Los animales unicelulares han habitado el mar y las aguas dulces desde las épocas más remotas. Los paramecios se mueven rápidamente agitando minúsculas estructuras semejantes a pelos, y se alimentan de bacterias y otras células. La vorticela colonial se alimenta de modo semejante, pero está sujeta al fondo de la charca. Los primeros animales realmente multicelulares eran parecidos a la obelia, que posee dos capas corporales y células especializadas en diversas funciones.

 

Múltiples laboratorios separados

En la Tierra ocurren fenómenos en los que la vida no ejerce la menor influencia; seguirían produciéndose aunque todas las cosas vivientes desaparecieran de la noche a la mañana... Tales fenómenos ocurrían mucho antes de que la vida hubiese comenzado.

Párate junto a la orilla de cualquier mar y observa el océano. Piensa en el suelo submarino, descendiendo debajo de las olas hasta el lecho oceánico y elevándose en otro sitio, a través de otra franja de olas hasta otra orilla, otro terreno. Podrías pensar que no hay nada más sólido que eso. Pero los continentes aparentemente sólidos flotan en la roca de la corteza terrestre, que fluye como el hielo de un glaciar.

Hace alrededor de 650 millones de años, momento aproximado en que la vida animal comenzó a diversificarse, un grupo de placas de granito, en modo alguno conformadas como nuestros continentes actuales, comenzaron una prolongada unificación que tardó unos doscientos millones de años en completarse. El resultado fue un supercontinente, conocido en la actualidad como Pangea.

En esa época, hace 440 millones de años, en que se formó el supercontinente, toda la vida animal y casi toda la vegetal estaba confinada al mar, los lagos y los ríos. Pero cuando Pangea comenzó a fragmentarse de nuevo, trescientos millones de años después, la vida se había diseminado por toda la Tierra. La gran época de los dinosaurios estaba en su apogeo, pero los mamíferos y las aves, las plantas fanerógamas, los pastos y los árboles todavía no habían arraigado plenamente.

Antártida-India y Australia fueron las primeras placas en separarse, hace 140 millones de años; Sudamérica se diferenció veinte millones de años después , en la misma época, la India se separó de la Antártida y comenzó a emigrar hacia Asia. Norteamérica se apartó de Europa-Asia hace tan sólo 65 millones de años. Por último, la India se soldó con Asia hace treinta millones de años, formando las imponentes cumbres del Himalaya.

Este tipo de separaciones y las barreras formadas por las nuevas cadenas montañosas y el mar se convirtieron en un nuevo acicate de la evolución. En realidad, crearon múltiples laboratorios separados en los que el ADN proporcionaría diversas respuestas a problemas semejantes. Es sorprendente cuán parecida resultó la mayoría de esas distintas respuestas.

Por ejemplo, entre los mamíferos existieron dos líneas evolutivas primordiales: los conocidos placentarios, entre los que nos incluimos, y los marsupiales, que paren hijos muy inmaduros que completan su desarrollo al abrigo de la piel o la bolsa de sus madres. Los primeros mamíferos de Pangea fueron los marsupiales, que sobrevivieron en los antiguos continentes desprendidos de Sudamérica y Australia. En otros sitios, los mamíferos placentarios, más eficaces, desplazaron a los marsupiales.

Sin embargo, en Australia existen versiones marsupiales del lobo y también de ratas y ratones. Todos han evolucionado en respuesta a los medios ambientes similares a los de su contrapartida placentaria, aunque tienen un antepasado totalmente distinto. La excepción es el canguro, cuyo equivalente placentario fue el caballo.

La fragmentación de Pangea no sólo permitió que la evolución adoptara caminos distintos en el aislamiento, sino que el movimiento de los nuevos continentes fomentó grandes cambios climáticos. Estos sucesos debieron de poner fin a un modo de vida que favorecía a algunos vegetales y animales, pero creó nuevas posibilidades para otros. De este modo, el ADN experimentaba constantemente, aunque con lentitud, condiciones nuevas que ofrecían a las diversas mutaciones una posibilidad de éxito. La consecuencia es la inmensa diversidad de la vida en la Tierra de hoy.

 

Los que reptaron hasta tierra firme trajeron consigo el mar

En los tiempos en que el único océano del globo acariciaba las riberas de una Pangea casi yerma 440 millones de años atrás, los seres que se formaron a partir del principio del tubo llevaron a cabo un progreso sorprendente.

Un grupo llegó a alcanzar el estadio del pez, y estaba provisto de cabeza, ojos y otros órganos de los sentidos, cola muscular, espina dorsal y aletas direccionales, cuyo control lo ejercía un sistema nervioso central. Semejante sistema favorecía movimientos más veloces y mejor coordinados. Los depredadores más rápidos fomentan presas más veloces: un caso de escalamiento evolutivo que perfecciona rápidamente una forma corporal determinada.

El pez también poseía un corazón con cámaras de bombeo y una entraña con compartimientos especializados para los diversos procesos de la digestión del alimento. Contaba con riñones para filtrar los desechos de la sangre, con un hígado que se ocupaba de la mayor parte de los ciclos químicos; y con órganos sexuales masculino y femenino donde era almacenado el ADN de la generación siguiente.

El acontecimiento más extraordinario reside en que la mayoría de los desarrollos evolutivos de los vertebrados a partir de aquel momento han constituido meras variaciones de ese modelo básico del pez. Todos los órganos de aquella lista tienen su contrafigura exacta en ti y en mí. Los huesos de la aleta del pez, por ejemplo, pueden rastrearse a través de numerosas formas hasta los huesos de tus brazos y piernas. Incluso la mayor parte de los órganos del pez se denominan del mismo modo que sus correspondientes humanos. En cuanto la vida encontró un modelo válido, lo adaptó cada vez más a las circunstancias siempre cambiantes; rara vez anuló un modelo y comenzó de nuevo. Cuando la vida se trasladó a tierra firme, lo hizo con un cuerpo de pez adaptado.

Nos resulta difícil comprender qué gran paso significó que los seres se trasladaran a la tierra. En realidad, lo hicieron llevando consigo el mar. Incluso en la actualidad nuestro cuerpo está interiormente bañado por un fluido acuoso muy semejante a aquel mar primitivo. Los anfibios —los primeros seres en dar el primer gran paso— vivían bajo la amenaza constante de secarse. Contaban con pulmones sencillos para obtener oxígeno y exhalar anhídrido carbónico, y es posible que, parcialmente, respiraran a través de su piel. La mayoría se sentía tan a sus anchas en el agua como en tierra, y todos regresaban al mar para aparearse.

Sin embargo, los que experimentaron el cambio vital de la respiración acuática a la aérea obtuvieron una extraordinaria recompensa. Con el correr del tiempo, mejores pulmones liberarían a la piel de la tarea de respirar, y permitirían que ésta se volviera resistente y gruesa: un sólido escudo contra el peligro de secarse. Luego surgiría como herencia un orbe nuevo, total y no saturado; un orbe colonizado por vegetales que carecían de defensas contra los animales.

Los vegetales fueron los primeros en colonizar la Tierra. Junto a las orillas de Pangea, las lagunas poco profundas y los lodazales se secaban constantemente. Sólo podían sobrevivir las células con capas protectoras resistentes. Estas células con frecuencia eran empujadas tierra adentro, hasta los lagos de agua dulce y los pantanos. Allí evolucionaron hasta adoptar formas coloniales y luego multicelulares: hepáticas, musgos y helechos. Las selvas cálidas y húmedas florecieron, ofreciendo gran variedad de alimento y refugio para los primeros insectos y anfibios.

 

Los amos durante cien millones de años

Los primeros en resolver las dificultades de vivir en tierra fueron los reptiles, que lo consiguieron de manera espectacular. Gracias a la evolución llegaron a tener pulmones más eficaces y un corazón perfeccionado, lo que les permitió mantener en el cuerpo una buena provisión de sangre. La piel formó escamas callosas, aletas refrigerantes y caparazón. Asimismo, desarrollaron patas más largas, con lo que ganaron velocidad para la huida y la lucha.

A diferencia de los anfibios, encerraron el mar dentro de una cáscara de huevo correosa, protegiendo así a la cría de los peligros de secarse. La inmensa extensión de la exuberante selva húmeda contenía alimento para una gran variedad y cantidad de reptiles. Los herbívoros aumentaron de tamaño, obligando a los depredadores a evolucionar hacia formas mayores y más feroces. Al final, una comunidad de gigantes invadió Pangea.

 

Los humildes heredarán la Tierra

Con frecuencia vemos a los dinosaurios como símbolos de fracaso, pero el hombre tendrá que sobrevivir otros 125 millones de años para igualar su proeza. El motivo exacto por el cual estos reptiles ampliamente desarrollados desaparecieron sigue en el misterio.

Como en la actualidad los dinosaurios están totalmente extinguidos y su lugar ha sido ocupado por los mamíferos y las aves, solemos pensar que estos últimos han evolucionado después de los dinosaurios. Pero no es así. En realidad, el antepasado de los mamíferos, un pequeño ser semejante a una rata, estaba vivo no mucho después de que surgiera el primer dinosaurio.

Pero los reptiles ya habían aprovechado todas las opciones que el planeta podía ofrecerles; por esta causa, el mamífero primitivo no tenía modo de establecerse con fuerza. Mientras tanto, los reptiles seguían especializándose, volviéndose más grandes y más rigurosos y, a nuestros ojos, alcanzando formas más monstruosas, que culminaron en las figuras extraordinarias de los tiranosaurios y de los dinosaurios con cuernos.

Los reptiles contaban con dos grandes desventajas que, con el tiempo, se volverían en su contra. Tenían un cerebro pobre y eran incapaces de controlar la temperatura corporal. Un buen cerebro exige un suministro de sangre altamente desarrollado y una temperatura constante. Los seres que pueden controlar la temperatura corporal, como es el caso de mamíferos y aves, también han de quemar mucho alimento cuando hace frío y no hacer nada para mantener la temperatura. Este proceso requiere mucho oxígeno. Los reptiles, con sus pulmones primitivos, no podían obtener la cantidad de oxígeno necesaria. Los reptiles estaban viviendo una cantidad de tiempo suplementaria. Los ganadores del futuro vivían modestamente entre ellos a la espera de las circunstancias adecuadas. Pero la espera sería prolongada. Los dinosaurios y los helechos y las plantas acuáticas con que se alimantaban mantenían un equilibrio perfecto y mutuo; sólo cuando el equilibrio fue seriamente perturbado se presentó una posibilidad para los recién llegados.

La muerte de los dinosaurios sucedió después de haber dominado la Tierra durante cerca de 125 millones de años, los dinosaurios desaparecieron de pronto. Sus parientes más cercanos son hoy los cocodrilos y las aves. Su extinción podría deberse al cambio climático provocado por la separación gradual de Pangea.

 

Mamíferos

Con los mamíferos evolucionó el modelo corporal, adaptándose mejor a la vida en tierra firme. La ventaja suprema residía en su adaptabilidad al espectro más amplio de climas, del más caliente al más frío, del ecuador al polo.

Esta ventaja era consecuencia de su capacidad de controlar la temperatura corporal. Los mamíferos poseen una piel cubierta de pelo y rica en glándulas productoras de grasas que repelen el agua. Otras glándulas suministran sudor, que se evapora para refrescarlos. Si sienten demasiado frío, pueden erizar la piel para recibir más aire..., algo así como ponerse otro jersey.

El control de la temperatura adecuada produjo una maravillosa estabilidad interna que condujo al desarrollo más importante: el de un cerebro que permanecía alerta incluso en los climas más fríos.

La progenie de este animal requiere un calor constante, en consecuencia, no puede desarrollarse dentro de un huevo, donde la temperatura varía frecuentemente y los productos de desecho se acumulan de continuo hasta la salida del cascarón. Debían desarrollarse dentro de la madre, confiando en su sistema de control de la temperatura y de purificación de la sangre. Algunas glándulas sudoríparas de la piel desarrollaron una nueva función: la producción de leche para alimentar a los recién nacidos.

A medida que los mamíferos se diversificaban sobre la Tierra, en el aire las aves aprovechaban todas las oportunidades. Su dominio cada vez mayor del cielo las puso a salvo de los depredadores del terreno y les facilitó el acceso a la inmensa variedad de semillas, frutos e insectos de los árboles. Conservaron el huevo del reptil, pero, al tener sangre caliente, pudieron transmitirle calor.

Han transcurrido casi dos billones de años desde la creación de la primera comunidad de células vegetales, animales y comedoras de carroña. Durante ese tiempo la naturaleza ha creado y actuado en innumerables oportunidades. El resultado ha sido una comunidad sorprendentemente compleja.

Prosperan los mamíferos, los helechos arborescentes han sido reemplazados por las coníferas, y con la evolución de las fanerógamas se ha producido una gran diversificación vegetal. Los bosques y las praderas, tal como hoy los conocemos, ofrecieron a los mamíferos nuevas oportunidades de alimento refugio. En las praderas, los rebaños de animales de pastoreo soportaban una existencia difícil junto a los depredadores. Para sobrevivir, algunos desarrollaron patas más largas, trazando un modelo evolutivo como el del caballo moderno. Otros ganaron seguridad aumentando en tamaño. El techo del bosque ofreció seguridad y riqueza en forma de hojas y frutos a los ágiles antepasados de los primates. Con excepción del murciélago y el caballo, todas estas formas están extinguidas.

 

El hombre: de la materia al espíritu

A medida que los mamíferos se diversificaban, lo distintos tipos evolucionaban aumentando la eficacia con la cual explotaban su medio ambiente específico. Colmillos para los carnívoros, patas fuertes y aptas para correr para los animales herbívoros, y así sucesivamente. Algunas variedades alcanzaron un éxito extraordinario, pero, a medida que se especializaban, se volvían menos adaptables a los principales cambios de su medio ambiente. Sólo entre los primates, a salvo en las copas de los árboles, podían producirse mejoras más generalizadas.

Las copas de los árboles exigen una vista aguda para distinguir el alimento y los enemigos y para alcanzar un rápido camino de huida a través de un laberinto cuando amenaza algún peligro. Por este motivo, los ojos se trasladaron hasta la parte frontal de la cabeza, con el objeto de escrutar mejor la profundidad y la distancia. La visión en color, de la que carecen casi todos los demás mamíferos, fue perfeccionada. Los primates cuyo ADN se alteró para permitir estos cambios tuvieron más éxito. Y, en consecuencia, los centros ópticos de mayor tamaño se volvieron normales.

Esta eficacia perfeccionada del centro óptico condujo al desarrollo posterior de otras dos zonas del cerebro: una que procesaba la entrada y otra que controlaba la salida. En síntesis: ver, comprender, actuar. Entre los primates se produjo un gran aumento de las sendas entre el centro óptico y los centros de juicio y planificación y la coordinación de movimientos. No tenía sentido ver un camino de huida a través de un laberinto de ramas si una de ellas no podía aguantar el peso.

De este aumento de las sendas cerebrales surgió ese rasgo especial que distingue a los primates del resto de los seres: la inteligencia. En realidad, la única diferencia entre el cerebro de los primates y el del resto de los mamíferos reside en la complejidad de sus sendas. Por ejemplo, la célula cerebral humana no es en sí más inteligente que la célula cerebral de un cerdo; sucede que está mucho más rica y densamente interconectada con otras células cerebrales. Esta riqueza de interconexiones explica la entrada que permite que un humano tenga pensamientos que nunca se le ocurren a un jabalí.

Este aumento de la complejidad condujo al agrandamiento de la región frontal del cerebro: la zona no alineada que procesa entradas de zonas especializadas como el centro óptico y que posteriormente, en el hombre, se ocupará de cuestiones como la iniciativa, el aprendizaje , sobre todo, la concentración.

La disminución constante de los fuertes y huesudos lomos del cráneo, que en otra época habían dado fuerza a las grandes mandíbulas a fin de facilitar la defensa, permitió que éste se modificara ante la necesidad de un cerebro de mayor tamaño. Ello dio lugar a la frente alta, cuya amplitud se acentúa a medida que la evolución se acerca al hombre.

La vida en las copas de los árboles tenía otra desventaja que, a través del tiempo, se convirtió en ventaja: dificultaba la crianza de la progenie. Los cazadores con base en tierra, como leones y zorros, pueden producir grandes camadas de vástagos casi inermes. Al nacer se mantendrán a salvo en la guarida y aprenderán del exterior y de sí mismos mientras sus padres montan guardia.

Pero las madres primates, que necesitan movilidad para correr libremente entre las copas de los árboles, sólo pueden transportar en su interior uno o dos hijos por vez. Además, los primates jóvenes han de nacer lo suficientemente maduros y desarrollados como para aferrarse a sus madres y sobrevivir sin la protección de un nido. El éxito en la crianza de estos pocos vástagos exige mayores cuidados maternos. Suma estos cuidados al mayor poder cerebral de los primates y verás el despertar del amor y del complejo tipo de comunicación que debió conducir al poder de la palabra.

Para algunos, la vida en las copas de los árboles presentó otra facilidad. Poder bambolearse de rama en rama sin caer exige un buen puño. Si el alimento incluye raíces arrancadas, frutos y nueces, es necesaria una acción bastante compleja del pulgar y los dedos. Si un bocado sabroso cae, hay que bajar mucho para recuperarlo. Para todas estas acciones se precisa una maravillosa coordinación entre la mano y el ojo. Nuestra capacidad básica como artífices y usuarios de herramientas se remonta a los días del puño y a la destreza de nuestros antepasados de las copas de los árboles.

Hace aproximadamente diez millones de años el clima se volvió más frío. El período glacial se acercaba y los enormes bosques que cubrían la mayor parte de África y bastante de Europa comenzaron a desaparecer. Entre los primates se contaba el ramapiteco, antepasado del hombre. Comenzó a aprovechar las nuevas oportunidades sobre el terreno y los espacios abiertos. Para él y para nosotros significó el comienzo de una gran aventura.

 

Lento, débil y vulnerable, pero pensante

Los humanos, apenas desarrollados en una cuarta parte, que descendieron de los árboles cuando la llegada del período glacial comenzó a amenazar los bosques, no podían seleccionar sus alimentos: componían su dieta raíces, frutos y todo animal pequeño que se interpusiera en su camino (y no lograra escapar con la suficiente rapidez)... Esta variedad permitía a aquellos seres competir con una gran cantidad de animales capaces de vivir en tierra firme durante decenas de millones de años. No fue un comienzo sencillo. ¿Te molestarías en cazar conejos compitiendo con manadas de perros salvajes? ¿O desenterrarías raíces en lucha con jabalíes de largos colmillos y doscientos kilos de músculos y huesos? Recuerda que no puedes correr con tanta rapidez como los demás mamíferos, y que para un leopardo cazador o para cualquiera de los grandes felinos y cánidos eres tan apetitoso como un gamo joven.

Resulta interesante observar cómo se desempeñan los demás primates que han descendido al suelo. Los chimpancés viven, por elección, en el monte bajo y entre matorrales, y se trasladan a los árboles cuando sobre ellos se cierne algún peligro. Los gorilas viven en el terreno, pero sólo en bosques espesos o densos matorrales de montaña. Y los mandriles, que se separaron de nuestra línea evolutiva hace aproximadamente treinta millones de años, viven en manadas forrajeras rígidamente organizadas, y una disciplina muy estricta de tipo militar rige sus relaciones sociales. Ninguno de estos seres estuvo a favor del agresivo estilo del grupo cazador tan eficazmente puesto en práctica por los cánidos y algunos de los grandes felinos.

Ninguno, con excepción de los humanos primitivos... que tardaron muchos millones de años en desarrollar un cerebro lo suficientemente grande como para compensar la falta de colmillos, velocidad y fuerza muscular. Esos humanos, apenas desarrollados en una cuarta parte hace entre diez y cinco millones de años, estaban, pues, muy lejos de alcanzar un grado de evolución satisfactorio.

Llevaban una existencia semejante a la del chimpancé, sin alejarse demasiado de los árboles, los matorrales altos o los acantilados a los que podían trepar para guarecerse y protegerse del peligro. Durante ese lapso comenzaron a evolucionar en dos tipos distintos de seres, que podríamos denominar semihumanos: las dos formas de australopitecos.

Uno de esos tipos nunca logró superar la mitad del camino; se extinguió hace alrededor de un millón de años, quizás aniquilado por el segundo tipo. Era una especie de hombre con cerebro de gorila. No podía caminar bien erecto, y probablemente se movía a cuatro patas cuando recorría cierta distancia. A juzgar por su dentadura, se nutría sobre todo de semillas, nueces y otros alimentos pequeños y duros que era necesario moler para poder tragar y digerir. Se cree que era tan peludo como cualquiera de los demás simios.

El segundo tipo de individuo semihumano se encuentra directamente en la línea de nuestros antepasados. No se especializó en la dieta ni, en principio, disfrutó del aumento espectacular de tamaño del que gozó el primer tipo. No obstante, durante el mismo lapso, hace entre cinco y un millón de años, desarrolló un cerebro como mínimo una mitad mayor que el de sus primos semejantes a gorilas (a propósito: el cerebro totalmente humano es algo más del doble).

Estos semihumanos, más pequeños y parecidos a chimpancés, poseían otros rasgos que aún los aproximaban a la línea humana, a pesar de su incapacidad para caminar perfectamente erectos, como lo hacemos nosotros. Aunque empezaron siendo comedores de carroña y recolectores, poco después adoptaron formas de caza más ambiciosas, hasta que fueron capaces de seguir la pista de una presa a distancias bastante alejadas de sus bases.  Para conseguir su propósito, no podían confiar en el tipo de herramientas toscas que en caso de necesidad fabrican chimpancés y gorilas con ramas, piedras y cualquier objeto que encuentran. Así, se vieron obligados a confeccionar sus útiles con antelación, quizás un día o dos antes, y a transportarlos durante las incursiones de caza. Este avance implica un cerebro bastante desarrollado.

Como es lógico, un desarrollo tan sorprendente no se da en forma aislada, sino que va acompañado de muchos otros. Por ejemplo, del lenguaje. La caza en grupo a cargo de seres que carecían de la velocidad, la fuerza y la dentadura de los cánidos, habría sido difícil sin la capacidad de comunicarse. El lenguaje constituyó un progreso extraordinario. Desde su aparición, nada ha igualado su capacidad para relacionarse con el exterior.

―Cómo cruzaremos este río?

―Coloquemos piedras para apoyar los pies.

―No, es muy profundo. Caminemos corriente arriba hasta encontrar un vado.

―Eso nos retrasaría demasiado. Crucemos aquel tronco.

―Primero debemos comprobar si soporta al más pesado de nosotros.

Y así sucesivamente. Quienes sostienen el diálogo anterior tardan menos de quince segundos en llevar a cabo cuatro experimentos mentales ante un problema del exterior real y en llegar a la mejor solución sin moverse. Los seres sin lenguaje podrían tardar varios días en realizar el mismo proceso.

Nuestra naturaleza actual ofrece algunas pistas fascinantes (y no son más que pistas) con respecto a los conflictos que pudieron surgir entre aquellos antepasados nuestros cuando tomaron por vez primera tan peligroso sendero.

Por ejemplo, si nos analizamos a nosotros mismos podemos encontrar dos características absolutamente contradictorias acerca de cómo preferimos organizarnos. Por un lado, buscamos la férrea disciplina militar, tan acusada entre algunos mandriles, con sus rígidas jerarquías masculinas.

Por otro lado, también favorecemos el tipo de unidad familiar madre-padre y esa especie de “democracia” imparcial que es más característica de la manada de cánidos cazadores. Una posibilidad señala que comenzamos a avanzar hacia el modo de vida herbívoro, al aire libre, pero que fuimos derrotados por los mandriles. Su ADN se especializó antes que el nuestro para este tipo de vida, por lo que alcanzaron el acostumbrado éxito instantáneo que acompaña a la especialización. En ese momento, nuestros antepasados más primitivos adoptaron un nuevo rumbo, pero no antes de que cierto grado de militarismo hubiera quedado instalado en nuestra naturaleza.

De todos modos, fue durante esa época cuando adoptamos la unidad familiar madre.padre como base de nuestro modo de vida. El tipo de organización de los mandriles, con hembras sólo para unos pocos machos dominantes, no ofrecía motivaciones suficientes para que todos los machos regresaran de las prolongadas, arduas y peligrosas expediciones de caza; sólo la idea de que su familia lo esperaba y dependía de él podía estimular a cada macho.

Otro rasgo humano de esos semiparientes fue su costumbre de construir burdos refugios colgadizos con ramas. Quizá fue una compensación nocturna de la pérdida del pelo corporal... o, mejor dicho, del acortamiento y la reducción de pelo que separa a los humanos de otros simios. También cavaban agujeros para almacenar agua. Juntaban sal en vez de salir y saquearla cuando la necesitaban, como los demás animales.

Hace aproximadamente un millón de años, este segundo tipo de humanoide llevó a cabo la transición a la humanidad total. Se mantuvo erecto, dejando las manos totalmente libres para confeccionar y sujetar herramientas y para transportar y manipular objetos. No es sorprendente, por lo tanto, que lo llamemos Homo Erectus.

Las herramientas que produjo el Homo Erectus eran mucho más potentes que las de su antepasado. Talló agudas lanzas de madera, cuyas puntas quizás envenenó, como hacen los salvajes nómadas sudafricanos y los aborígenes de la actualidad. También produjo hachas de mano con cabeza de piedra y empuñadura de madera. Su descubrimiento más importante fue el fuego.

Este último descubrimiento condujo a dos progresos fundamentales. En cuanto estuvo en condiciones de cocinar, pudo buscar presas mucho mayores. Los primates no digieren fácilmente músculos grandes crudos, y la posibilidad de cocerlos modificó la situación. Además, el fuego permitió sobrevivir en las regiones más frías del planeta y soportar con facilidad las estaciones de temperatura más baja. Hasta ese momento, sus antepasados habían estado confinados al monte bajo y las praderas cálidas y ecuatoriales del este el noroeste de África. Pero el Erectus se diseminó por todo ese continente y luego avanzó por Europa y Asia.

Paralelamente a estos desarrollos se produjo un aumento masivo del tamaño del cerebro humano. Hace un millón de años, el cerebro de nuestros antepasados más inteligentes tenía un poco más de la mitad del tamaño del nuestro. Casi toda la capacidad que luego se desarrolló se localiza en la zona frontal, asiento de nuestra inteligencia.

En realidad, el cerebro humano fue más que asiento de la inteligencia, pues se ha convertido en el centro de la evolución: el núcleo del que emanarán los principales procesos evolutivos del futuro.

 

Sólo tú puedes preguntar por qué

Mientras nuestro ADN daba lugar al aumento de la destreza con el pulgar y los dedos, y hacía crecer la capacidad cerebral y la inteligencia, el ADN de nuestros parientes más cercanos los simios también se modificaba.

El menos parecido a ti, el gibón, se había especializado en moverse con rapidez entre los árboles. El orangután, mucho más lento que el gibón, aumentó su tamaño al quedar libre de los depredadores. En el suelo, un grupo numeroso de gorilas tenía poco que temer, mientras que los chimpancés habían formado grandes unidades familiares ruidosas y gregarias, capaces de dar la voz de alarma y alcanzar la protección de los árboles.

Te encuentras ligeramente más cerca del chimpancé que de los demás primates. Y esta similitud se percibe en tu ADN. Si cogemos una cadena simple de ADN humano y la comparamos con la de un chimpancé, la diferencia sólo es del 2,5%; respecto al gorila es ligeramente mayor. Incluso en un aspecto en el que pareces haber cambiado el caminar erecto, tu ADN sólo ha tenido tiempo de hacer la mitad del trabajo. Tenemos constantes problemas con la columna, las cavidades y las caderas, debido a que su modelo básico aún se inclina con demasiada fuerza hacia el típico caminar a cuatro patas de los simios.

También existen claras similitudes de conducta entre nosotros y los simios. Sus caras son sumamente móviles, a diferencia de las máscaras rígidas de los demás mamíferos. Labios fuertemente apretados, pucheros, chasquidos con los labios, sonrisas, ojos fijos o desviados y movimientos de la frente que expresan placer, desconcierto, temor, agresión o sometimiento.

Los gorilas adultos, aunque muy amantes de la paz, se golpean el pecho en señal de desafío. A los chimpancés les encanta producir mucho ruido palmoteando rítmicamente, saltando sobre las patas o golpeando un árbol hueco de la selva. Todos tienen llamadas diferentes de advertencia o de contacto mutuo. Son curiosos y retozones; aman a los jóvenes tanto los ajenos como los propios y frecuentemente se tranquilizan entre sí cuidándose o tocándose.

Tanto en estos aspectos como en muchos otros, la diferencia entre los simios y tú sólo es de grado. Lo que en realidad te distingue de los simios comenzó cuando los humanos desarrollaron el lenguaje. La diferencia real radica en dos modos de comprender lo que nos circunda: dos tipos distintos de inteligencia. Percibes igual que los simios cuando escuchas un acorde; es decir, no captas notas aisladas y las reúnes conscientemente, sino que te llega el acorde como un todo. Cuando caminas alrededor de un cuarto o diseñas un modelo, aunque tus ojos se centren en un solo elemento, tu mente tiene conciencia de la cosa global: una vez más, como un todo.

Pero mientras leías el último párrafo empleabas un tipo de inteligencia muy distinto: una inteligencia que opera en una secuencia paso a paso, que construye cadenas de lógica y razón. De modo que posees dos tipos de inteligencia: la que comprende las cosas como totalidad y la que opera paso a paso. Al primer tipo lo denominamos inteligencia holística y al segundo, secuencial.

Ningún otro animal, ni siquiera nuestros primos más cercanos entre los simios los chimpancés, tiene tan bien desarrollado este tipo de inteligencia dual. Las personas con daños en los centros del lenguaje, que dependen del tipo de inteligencia secuencial, son incapaces de construir oraciones de más de diez palabras. Parece que diez palabras es el máximo que pueden abarcar con su inteligencia holística; después, pierden la pista. Es fascinante saber que si bien los chimpancés no han desarrollado la capacidad del habla, pueden aprender el lenguaje de los símbolos, pero no quebrar la barrera de las diez palabras

Esta capacidad de pensamiento secuencial nos convierte en el único animal capaz de hacer la pregunta de “¿dónde vengo”?, para no hablar del intento de responderla.

 

Un insólito depredador

El Homo Erectus cambió tanto, entre 400.000 y 70.000 años atrás, que debemos considerarlo una nueva especie: el Homo Sapiens (hombre sabio), nombre que modestamente nos asignamos.

El miembro más antiguo de esta nueva especie humana llamado hombre de Neandertal, en honor del valle alemán donde por vez primera se encontraron sus restos, era bajo y fornido. Como el esquimal moderno, estaba adaptado para vivir en las regiones más frías de un planeta sometido al período glacial.

Probablemente fue el primer hombre que cubrió su cuerpo para compensar la falta de pelo que el Homo Erectus le había legado. Hizo sus ropas y también sus tiendas con las pieles de los animales que cazaba: desde mamuts hasta pequeños ponies.

También fue el primer hombre que enterró a sus muertos con signos de veneración; es decir, fue el primero en mostrar una conciencia espiritual detrás o más allá de lo material que satisfacía sus necesidades corporales. Si consideras que este aspecto espiritual de nuestra naturaleza es el que nos distingue de los animales, el hombre de Neandertal es el primero del que podemos tener la certeza de que era realmente humano. Aunque el volumen craneano total no es una pauta definitiva de la inteligencia, resulta interesante señalar que el cerebro del hombre de Neandertal era mayor que el del hombre moderno en un promedio del diez por ciento. Solía pensarse que fue aniquilado por su primo más agresivo ―nosotros, hace 40.000 años―, pero parece igualmente probable que las dos especies humanas se cruzaran hasta fundirse en esa misma época.

De todos modos, el sucesor del hombre de Neandertal fue el de Cromagnon, famoso por su costumbre de pintar las paredes de las cuevas. Fundamentalmente, vivía en pequeñas aldeas al abrigo de tiendas de piel sustentadas por huesos de mamut, un modo de vida muy semejante al de los indios norteamericanos.

Era más alto que el hombre de Neandertal y mucho más parecido a nosotros. Su modo de vida también se asemejaba mucho más al nuestro. Parece probable que vistiera pieles toscamente confeccionadas y cubriera sus pies con cuero animal. Produjo herramientas muy refinadas de hueso y asta, además de las tradicionales de piedra y madera. En estos útiles se aprecia un grado mucho mayor de especialización que en los del hombre de Neandertal, y consistían en cuchillos, rastrillos, taladros, anzuelos para la pesca, arpones e incluso instrumentos para grabar.

Con su ayuda fabricó ornamentos y joyas, alcanzando altos niveles de artesanía. Todavía puede conmovernos la belleza y perfección de su arte, preservado milagrosamente en cuevas como las de Lascaux y Altamira, cerca de la frontera de lo que ahora son Francia y España.

En la línea evolutiva entre los humanos, en su cuarta parte, de hace diez millones de años y nosotros, a estos cazadores artistas los tenemos a una mínima distancia, si es que existe alguna. Todas las pruebas indican que eran idénticos a nosotros físicamente, en capacidad e inteligencia. Lo que de veras nos separa es alrededor de 20.000 años de evolución cultural: el prolongado relato de nuestro crecimiento y del comercio y la civilización crecientes que lo sustentaron.

Nosotros, los que vivimos rodeados de los lujos del siglo, solemos pensar que la vida del cazador-recolector de alimentos era incómoda, semisalvaje y muy breve. En realidad, de todos los modos de vida elegidos por los humanos, probablemente el del cazador-recolector sea el más simple. Incluso los salvajes nómadas del Kalahari, que habitan una de las regiones menos hospitalarias del planeta, cazan un promedio de sólo dos horas diarias, y nunca superan las 32 semanales. Pero ingieren tantas proteínas como el ciudadano ibérico o norteamericano medio (más que el británico o el alemán, y en todas las comunidades de salvajes nómadas alrededor del 10% de la población supera los sesenta años. En síntesis, alcanzan un nivel de vida, de salud y de longevidad comparable al nuestro en la sociedad industrial; pero lo logran sin capital, en una semana laboral muy reducida. No es sorprendente que durante el 99% de nuestro tiempo sobre la Tierra nosotros, los humanos, hayamos llevado la vida sencilla, reconfortante, satisfactoria y ociosa del cazador.recolector. El misterio reside en que nos hayamos consagrado a otro modo de existencia.

Parte de la explicación debe encontrarse en el aumento de la población. Cuando los depredadores cazan en su territorio hasta el punto que la provisión de alimento comienza a mermar, se produce una reacción natural e inevitable. El hambre y las enfermedades frenan de manera grave a la población, y entonces la presa tiene la posibilidad de recuperarse. Desde luego, todo el ciclo podría recomenzar, pero si en verdad se trata de un ciclo y las dos poblaciones permanecen equilibradas durante largos períodos, se descubrirá que ambas se mantienen relativamente constantes.

Pero los humanos no somos sencillamente depredadores. Poseemos una característica totalmente nueva en la prolongada historia global de la evolución: una inteligencia secuencial, la capacidad de razonar, recordar y pensar lógicamente en el futuro. Entre quienes experimentaron los primeros acicates del hambre a medida que la caza mermaba debió de haber uno, y probablemente hubo muchos, que comenzó a pensar con seriedad en domesticar y reunir en rebaños sus propias presas en lugar de cazarlas en estado salvaje. Incluso es posible que la costumbre haya surgido del rescate casual de ciervos o conejos jóvenes y huérfanos, que luego fueron conservados como favoritos, señuelos o hasta para desempeñar un papel en los rituales mágicos destinados a propiciar la caza. En la actualidad pueblos de Europa y de África, como los lapones y los masai, viven del pastoreo. Este sistema destruye el equilibrio natural de las tierras vírgenes, pero permite que una cantidad mucho mayor de humanos ocupe el mismo fragmento de tierra. El modo de vida pastoril, que incluye desde el pastoreo de ovejas hasta su crianza en granjas, fue nuestro primer paso hacia un género de existencia aún más sedentario: la agricultura.

 

El primer hombre que enterró a sus muertos

El hombre de Neandertal, el Homo Sapiens más antiguo, fue el primero que enterró a sus muertos. Éstos eran colocados en trincheras poco profundas bajo una pila de piedras. Probablemente los hombres de Neandertal fueron también los primeros en producir vestimentas con pieles de animales. Sus sencillas herramientas ―lanzas, clavas, martillos y hachas― se utilizaron, principalmente, para la caza. Esos útiles eran colocados en las tumbas junto a los muertos.

 

Adaptación de la naturaleza a sus necesidades

Probablemente fue el aumento de la población  lo que nos obligó, hace aproximadamente 10.000 años, a adoptar la vida sedentaria del agricultor. Si son necesarios unos 45.000 m2 para mantener a un cazador-recolector  y unos 4500 para satisfacer  pastor, un agricultor y su familia pueden arreglárselas con menos de 225 m2 . Más importante aún: un agriculcultor provisto de un arado de madera y bueyes no sólo puede cultivar 225 sino 3000 m2. Puede producir un inmenso excedente capaz de alimentar a un gran población no agrícola. Todos están en condiciones de acumular bienes y de almacenar grano, independizándose de los caprichos cotidianos de la naturaleza de un modo que el cazador-recolector de alimentos nunca lograría.

¿No te resulta conocido ese fenómeno? ¿Acaso no  es exactamente lo que sucedió cuando las células vivas descubrieron la artimaña de la clorofila? Por último, esa revolución condujo a grandes organismos multicelulares. De modo semejante, la revolución descrita desembocó en grandes organizaciones polifacéticas: ciudades, Estados, naciones y civilizaciones.

 

Excedentes, especialistas y civilización

¿Qué necesita un agricultor primitivo para lograr más eficacia? Un arado de metal en vez de uno de madera. Recipientes fuertes para mantener el grano seco y evitar que se agusane. Alguien que cave y maneje las acequias de irrigación o drenaje. Alguien que muela el grano. Todos estos servicios corresponden a los especialistas, que sólo pueden existir si el agricultor logra producir un excedente, o sea alimentos para sí y para dichos especialistas.

Los excedentes son atractivos, en especial para quienes no los poseen. Los agricultores nunca fueron inmunes durante mucho tiempo al robo casual o al saqueo organizado de la guerra. Por ende, la necesidad siguiente consistió en la creación de una fuerza policial y un ejército. En el momento que la sociedad alcanza esta etapa de organización, se vuelve demasiado compleja para ser regida informalmente. En los viejos tiempos podías decir: “hazme un buen arado y te daré tres sacos de grano después de la cosecha”, pero ahora había demasiadas personas para salir adelante con esa especie de sencillo sistema de trueque. Debían hallar un distintivo que todos pudieran aceptar como de valor equivalente a tantos granos o tantas horas de trabajo. El distintivo fue el dinero.

Gracias a que era liviano y fácilmente transportable, el dinero promovió en seguida el comercio entre zonas donde el trueque habría sido imposible. Una extensa red de comunicaciones creció con sorprendente velocidad (piensa que antes la evolución había operado con extrema lentitud), sobre todo en Asia Menor y Próximo Oriente, cuna de la mayoría de estos nuevos avances.

A estos cambios materiales correspondió una evolución intelectual paralela. Los logros decisivos fueron la invención de la escritura y de las matemáticas. La escritura es el ADN de la civilización, como el habla es su ARN. El testimonio oral es vulnerable. Si alguien olvida o modifica una parte vital de ese testimonio, la verdad se pierde definitivamente. Del mismo modo, en los comienzos de la vida, cuando el ADN debía producir proteínas y actuar como almacén de la herencia, si era dañado por el uso el testimonio se perdía para siempre. Pero el testimonio escrito fue más seguro, más perdurable, y no se borraba ni se modificaba espontáneamente, al igual que las espirales de ADN enroscadas sin riesgo en el núcleo de la célula.

Las matemáticas no tienen parangón con otro sistema, aunque ofrecieron mayor exactitud a nuestros conocimientos. En los asuntos económicos, contribuyeron a precisar las posibilidades lucrativas de los excedentes, y de este modo impidieron que los recursos valiosos fueran dilapidados. Con el tiempo, las matemáticas nos ayudarían a mejorar nuestros saberes acerca de las estrellas, el Universo y lo inmediato.

Todo paso dado en la senda del conocimiento ofrecía nuevas posibilidades de progreso. Por cierto, el fomento de la riqueza posibilitó, que las aldeas y las ciudades sustentaran a un número cada vez mayor de especialistas. Todo nuevo especialista, a su vez, aportaba su saber y sus descubrimientos.

A semejanza de un complejo organismo vivo, la ciudad se convirtió en un recipiente en el que la rica interacción de la agricultura, el comercio, la administración, la ley, la banca, la ciencia, el ocio... y una multitud de especialidades generó poderes cada vez mayores y una comprensión más amplia. En el organismo viviente rodeado de piel, lo que denominamos vida es el bullicio de las interacciones químicas y físicas; en una ciudad envuelta en ladrillos y argamasa, la vida es el bullicio de las interacciones humanas en todos esos campos diversos.

Pero, como hemos visto, los organismos vivientes se alimentan entre sí. Las ciudades y las civilizaciones hacen lo mismo. Así, el comercio, que podría haber comenzado por un simple intercambio de herramientas a orillas de una charca, terminó por extenderse hace seiscientos años desde China a la lejana Groenlandia. En efecto, seguía la gran ruta de la seda, hasta el Mediterráneo, y luego continuaba por las antiguas rutas vikingas.

En la actualidad no existe ninguna nación en el planeta que no intercambie, directa o indirectamente, alguna mercancía con el resto de los países. El comercio va acompañado de nueva ciencia, nuevas ideas y nuevas capacidades; en suma, se trata de un indefinido proceso de intercambio y mejora.

La marcha de la civilización jamás ha configurado un proceso paralelo. Nuestra civilización occidental recibió un golpe casi decisivo cuando la antigua Roma cayó ante el ataque de los bárbaros. Durante más de un milenio retornamos a modos de vida anteriores y mucho más simples: ciudades más pequeñas, reinos aislados, menos especialistas, excedentes alimentarios reducidos y un volumen de comercio enormemente disminuido. Múltiples aportes de las culturas griega y romana quedaron relegados.

Relegados, pero no perdidos. Como el ADN de una célula inactiva, aquellos conocimientos permanecieron guardados en bibliotecas de la mitad oriental del Imperio romano, donde más tarde fueron descubiertos y perfeccionados por los sabios árabes. Cuando Europa redescubrió aquellos conocimientos, se produjo un gran resurgimiento de la civilización que, finalmente, abarcó casi todo el globo, un resurgimiento que todavía continúa.

Hace unos pocos siglos nuestra civilización alcanzó una nueva etapa alentadora o, si lo prefieres, experimentó un conjunto de mutaciones. Descubrió un nuevo fundamento de la civilización: la energía en lugar de los excedentes alimentarios o, mejor dicho, además de tales excedentes. La energía se convirtió en el principal fundamento del nuevo tipo de civilización: la industrial.

Ésta imprimió un gran impulso a los procesos que, a lo largo de siglos, venían operándose en el corazón de la civilización. La cantidad total de conocimientos que generó provocó un enorme aumento del número de especialistas encargados de mantener todo el complejo en funcionamiento. Esto condujo a una sorprendente mejora de la comunicación. En nuestra época, ambos procesos avanzan a una velocidad cada vez mayor, sin final previsible. Lo cierto es que nos encontramos en un punto en el que podríamos afirmar que el intercambio de información es más importante para la tarea de nuestra civilización, incluso para su supervivencia, que el intercambio de bienes materiales. Muchos han denominado ese fenómeno la segunda revolución industrial: una revolución de la información.

Al proyectar este modo de vida industrial no nos comportamos de un modo distinto al de aquellas primeras células que evolucionaron en el caldo del planeta primitivo. Seguimos el camino más simple. Aparentemente, la Tierra poseía bienes incalculables en combustibles fósiles y minerales, y contábamos con la tecnología para explotarlos, del mismo modo que el caldo parecía encerrar bienes no menos incalculables en alimento para que aquellas primeras células se nutriesen.

Sabemos lo que les sucedió a las células. Se quedaron sin bienes y tuvieron que inventar el modo de producirlos. Y ahora nuestra civilización comienza a estrellarse contra el mismo tipo de obstáculo.

 

La amplia diversidad del hombre

Mucho antes de que nos asentáramos como agricultores nos habíamos diseminado por todo el globo. Desde hace aproximadamente 500.000 años, el hombre ha ocupado Europa, Asia y África. Comparado con otros animales, su velocidad de expansión es realmente fantástica, sobre todo si recuerdas que aunque comenzamos como cazadores de pradera, poco después invadimos bosques, montes e incluso las tierras congeladas del Ártico.

Los reducidos grupos de cazadores y sus familias que se asentaron como consecuencia de esas grandes oleadas de expansión, no se alejaron mucho de su localidad de origen. Una persona puede vivir y morir sin haber salido nunca de un círculo cuyo radio mide treinta kilómetros. Estos círculos en los que se mueve la gente también definen las zonas en las que se puede seleccionar compañero. En síntesis, aunque nuestra especie se diseminó por todo el planeta, sus individuos se afincaron rápidamente en una gran cantidad de poblaciones reproductoras más o menos aisladas. ¿Qué efecto ejerció eso en el arsenal humano de ADN?

El arsenal de ADN de toda especie obtiene inevitablemente la variedad a través de la mutación. Ésta es moldeada por dos fuerzas en oposición; en este sentido, no somos distintos de los demás animales. Una fuerza es la selección natural de aquellas mutaciones que presentan una ventaja ante un medio ambiente determinado. Nada puede impedirlo. Si mantienes separadas durante el tiempo necesario dos poblaciones de una especie, evolucionarán apartándose entre sí, y se convertirán en dos subespecies , más tarde, en dos especies separadas, incapaces ya de entrecruzamiento. La fuerza opuesta proviene del cruce de dos poblaciones que tienden a separarse, por lo que sus ADN se mezclan y se preserva la capacidad de cruzamiento. Durante la mayor parte de nuestro tiempo como especie mundial predominó la primera de estas fuerzas. Los grupos de diversas regiones del planeta se diferenciaron entre sí y desarrollaron arsenales separados de ADN. Pero en el último milenio o quizás en los dos últimos, la tendencia se ha invertido: el cruzamiento entre las razas contribuye a preservar la amplia diversidad del arsenal de ADN para nuestra especie en su conjunto.

Las diferencias entre las razas son, en su mayor parte, superficiales: color, tipo de pelo, grupo sanguíneo, características faciales y estatura, pero es probable que todas ofrezcan alguna ventaja ante medios ambientes determinados. Tomemos como ejemplo el color. Probablemente el hombre primitivo era de piel oscura. A medida que se diseminó y se asentó en diversas partes del planeta, el color de su piel se modificó gradualmente ante las diversas cantidades de rayos ultravioleta de la luz solar. Una cantidad equilibrada de esos rayos es esencial para nosotros. Actúan en las capas intermedias de la piel y producen vitamina D, de la que carece la mayoría de los alimentos, con excepción del hígado de algunos peces. El exceso de vitamina D es tan peligroso como su carencia. En las zonas tropicales las radiaciones ultravioleta son muy intensas, de modo que una piel oscura ofrece protección. En las regiones septentrionales son muy débiles, ya que en su mayor parte han sido filtradas durante el largo viaje de la luz a través de la atmósfera; por eso una piel clara absorbe con más facilidad la cantidad necesaria.

De este modo, los múltiples matices del color de la piel en todo el planeta se adecuan para producir la cantidad necesaria de vitamina D. Existen algunas excepciones: los esquimales, por ejemplo, son un pueblo septentrional de piel oscura que recibe la cantidad de vitamina D que necesita de sus abundantes provisiones de pescados. Los chinos, por otro lado, tienen una piel más clara, que contiene una sustancia especial que refleja parte de la luz solar mientras absorbe suficiente vitamina D.

Estas diferencias, y algunas otras, nos han llevado a intentar clasificar al hombre en tres grupos principales que constituyen otras tantas razas: los mongoloides, los negroides y los blancos.

 

Eres pariente de todos

Tienes dos progenitores, cuatro abuelos, ocho bisabuelos..., y esto si sólo te remontas a tres generaciones. Remóntate treinta generaciones (750 años) y habrás reunido más de un billón de ascendientes en línea directa. Imposible. En aquel momento ni siquiera la población mundial era tan numerosa. Naturalmente, debió producirse tanto cruzamiento entre tus antepasados como el que existió entre ellos y todos los demás. No obstante, el cálculo demuestra que todos estamos emparentados y que compartimos un inmenso acopio de ADN.

La información que especifica tu identidad básica se encuentra codificada en tu parte de ese ADN. Las letras del alfabeto del ADN no nos interesan, pues lo que importa es la información que esas letras revelan al juntarse en palabras, oraciones o párrafos; cada una describe algún aspecto de tu cuerpo, como el color de tus ojos y del pelo. A estas unidades funcionales de ADN las denominamos genes.

Los genes se presentan por parejas. La mitad de todos tus pares de genes provienen de tu padre y la otra, de tu madre. Por lo general, un gen de cada par predomina sobre el otro. Esto explica por qué te puedes parecer más a tu madre que a tu padre o al contrario. Del mismo modo, puedes parecerte a tu abuela o a tu abuelo o, incluso, a ascendientes más remotos, ya que portas sus genes.

Toda generación nueva de individuos porta nuevas combinaciones de viejos genes. Es como si cada uno de nosotros recibiera una nueva mano de barajas de un inmenso mazo que es mezclado para cada generación.

De tus miles y miles de genes, el 90% es prácticamente idéntico a los de todos los seres humanos (es decir, las diferencias resultan de una sutileza tal, que sólo preocupan al cirujano especializado en trasplantes; constituyen el tipo de diferencia que te llevaría a rechazar el riñón o el injerto de piel de cualquier otra persona).

Los genes son prácticamente iguales para todos, pues nos hacen humanos en lugar de cualquier otro animal o vegetal. Del 10% restante, la mitad será idéntica a todos los humanos de tu sexo: son los genes que te definen macho o hembra. Sólo el último % se presentará en las múltiples variedades que te convierten en ti mismo y en ninguna otra persona; son los genes que especifican el color, los ojos, el pelo, los rasgos... y todas las demás características que te hacen ser exclusiva y singularmente .

Si observaras de nuevo ese “5% singular” y lo comparases con los genes de los demás miembros de tu familia, sin duda muchos serían exactamente los mismos. Pero no pienses que esto reduce tu singularidad, y recuerda que existen muchísimos miles de genes dentro de ese 5%, por lo que existe un campo de diferencias bastante amplio. Pues bien; si comparas los “5% singulares” de tu padre y de tu madre, encontrarás muchas más diferencias entre ellos que las existentes entre el tuyo y el de un hermano o hermana. Si tu madre y tu padre no nacieron en el mismo país, es muy poco probable que estén íntimamente emparentados, y por eso su 5% parecerá muy distinto. Si llevamos el ejemplo anterior a un extremo, podrían pertenecer a razas distintas, como las que hemos visto antes. Por otro lado, tu madre y tu padre podrían haber nacido en el mismo pueblo, en cuyo caso es posible que estén emparentados, en consecuencia, portan muchos más genes semejantes.

Este último caso habría sido más frecuente en la Edad Media. En esa época la mayoría de las personas sólo podían elegir para casarse entre un puñado de compañeros, lo que significaba que una gran cantidad de genes simplemente volvían a combinarse en una localidad. Pero desde entonces se ha producido un incremento tan grande de la movilidad sobre todo en los últimos años, que la mayoría de los jóvenes pueden elegir su compañero entre muchísimos más individuos. La consecuencia de ello es una inmensa mezcla de material genético que en otra época se mantuvo totalmente separado.

Otro resultado de esta mezcla, como puede corroborar cualquier especialista en reproducción vegetal o animal, es que casi siempre mejora el vigor de la raza. Este fenómeno incluso tiene nombre: vigor híbrido. También podrías denominarlo fraternidad humana, puesto que la mezcla de nuestros ADN impide que nos dividamos en especies distintas.

 

Las diferencias que contribuyen a que tú seas tú

En cierto sentido, los seres humanos siempre hemos sido más vulnerables que cualquier otro animal. Así, producimos hijos que tardan quince o más años en alcanzar la madurez suficiente para valerse por sí mismos. Durante todo ese tiempo, necesitan del cuidado de ambos progenitores, que, en consecuencia, han de permanecer juntos y no buscar experiencias nuevas y distintas con otros compañeros. Pero siempre hemos sido seres amantes de la novedad y la aventura, llenos de curiosidad, dispuestos a la búsqueda constante de experiencias. ¿Cómo se conciliaron estas dos características? La solución consistió en lograr que la diferencia entre los progenitores es decir, su sexualidad, fuera estimulante y reconfortante. Algo tan básico podía unir a dos seres tan inteligentes y conscientes de sí como la hembra y el macho humanos.

 

Hombre mujer: distintas necesidades, exigencias diferentes

Las diferencias entre hombres y mujeres son, en sus orígenes, sumamente prácticas y realistas. Para comprenderlas debemos remontarnos a los días en que aquellos seres, humanos sólo en su cuarta parte, comenzaban a separarse del resto de los simios en la pradera africana.

Por entonces, la diferencia entre los sexos era mucho menor; probablemente ambos se dedicaban al saqueo en busca de alimentos, y quizá la progenie sólo dependía materialmente de sus padres durante uno o dos años. Pero a medida que aquel ser se dedicaba a la caza y ganaba en inteligencia, la brecha entre macho y hembra comenzó a ensancharse gradualmente.

A mayor inteligencia, mayor cerebro. Esto constituyó un problema para la hembra, ya que, cuanto mayor era el cerebro, más dificultades tenía la cabeza del bebé para encajar en la región pélvica durante el nacimiento. Este problema se resolvió parcialmente haciendo nacer al bebé en una etapa más temprana que la acostumbrada entre los primates, y aumentando la anchura de las caderas de la hembra (a pesar de eso, el encaje sigue siendo más acusado que en otros primates).

Para no golpearse la cadera cuando bambolea el brazo, el codo de la mujer tuvo que desalinearse un poco más que el del hombre. Esto la volvió menos adecuada para el lanzamiento, y sus caderas más anchas le restaron velocidad en las carreras cortas o largas. Por eso se convirtió en una cazadora menos eficaz que el macho. Además, su bebé, nacido prematuramente a juzgar por las pautas anteriores, necesitaba una lactancia mucho más prolongada.

Con la adopción de la caza se llevó a cabo una división del trabajo diferente. Los dos sexos casi se vieron obligados a adoptar papeles distintos: el hombre se convirtió en cazador y la mujer en recolectora de alimento y criadora de los hijos en la base.

Al mismo tiempo, se desarrollaron lazos estables entre los machos y las hembras. Aquéllos ayudaban a éstas durante el parto, aseguraban la protección de sus hijos y les suministraban alimento. Esa pareja también fomentó la confianza entre los machos. Ya no competían por las atenciones de las hembras en un grupo promiscuo, y se sentían lo suficientemente seguros como para unirse en prolongadas expediciones de caza.

En ese momento el macho y la hembra estaban más separados que antes, de modo que las diferencias sexuales comenzaron a desempeñar un papel importante al reforzar el vínculo y hacer que el macho regresara, fueran cuales fuesen las excitaciones que el ancho planeta podía ofrecer. A diferencia del resto de los mamíferos, la hembra humana ha desarrollado la capacidad de gozar del sexo en cualquier momento, incluso cuando está encinta. En realidad, aquellos cambios que se producen en otros primates y que excitan al macho sólo en la época en que la hembra está en condiciones de concebir, por ejemplo el olor y la coloración, han desaparecido casi por completo en las hembras humanas.

El hecho de caminar con las patas traseras también modificó las preferencias sexuales de los humanos. Los demás primates suelen copular igual que los perros, es decir que el macho monta a la hembra desde atrás. Los humanos, con su porte erecto, encuentran más sencillo el contacto frente a frente. Aunque la chimpancé y la gorila se echan a veces de espalda y el macho se agacha entre sus patas, nunca se apoya sobre el cuerpo de la hembra como los humanos. Probablemente el sexo frente a frente fue el resultado de las posiciones naturales de descanso de los humanos, y debió de hacer todavía más íntima la relación.

Junto a este cambio al sexo frontal, parece posible que los pechos de la hembra se hayan hinchado para parecerse a las dos nalgas que el resto de las hembras primates presentan a los machos antes de la copulación. Sus rostros se volvieron más delicados y sus labios más redondos. En contraste, la barba del macho adoptó una forma distinta. A medida que ambos sexos perdían el vello corporal, el contacto piel con piel se volvió más excitante que el de pelo con pelo. El clítoris de la mujer (algo parecido a un minúsculo pene oculto no lejos de la vagina) se tornó sumamente sensible y desempeñó un papel fundamental en su goce del sexo. Una suave fricción tanto en el pene como en el clítoris puede producir oleadas de hipertensión arterial que dan como resultado la sensación más intensa del placer físico: el orgasmo.

Ésas fueron las formas en que la naturaleza cimentó el vínculo entre los padres para ofrecer al hijo la familia segura y proveedora de todo, que necesitaba durante mucho más tiempo que los vástagos de otras especies.

Cuanto más tendía hacia las pautas de conducta y al antiguo modelo corporal de los simios, el humano resultaba menos atractivo para su compañero. La hembra era la que ponía en juego más recursos. Si no lograba seducir a su compañero para que regresara de la prolongada y ardua expedición de caza, probablemente ella y sus hijos tendrían problemas. En síntesis, las tendencias al retroceso o a la ausencia de cambio con relación a las demás especies fueron rápidamente extirpadas.

Sin embargo, a pesar de la responsabilidad común de los hijos, ambos sexos tenían necesidades en alguna medida distintas, y la supervivencia de la especie en su conjunto planteaba exigencias diferentes al macho y a la hembra.

Las mujeres eran más importantes que los hombres para la supervivencia de la especie. Muchos hombres podían morir antes de que su período de fertilidad entrara en declive, pero no ocurrió lo mismo con las mujeres. Si alguien debía llevar a cabo alguna acción arriesgada, temeraria o peligrosa para ayudar a sacar al grupo de alguna dificultad, mejor que lo hicieran los hombres jóvenes. Y era mucho mejor que las mujeres fueran seres más sensibles, cautos y previsores, que divisaban a lo lejos ramas rotas y hoyos. Debido a que los jóvenes estaban más expuestos a la posibilidad de la muerte, los grupos en los que pronto se aparearon con muchachas de su misma edad fueron vulnerables y tuvieron menos éxito que aquellos en los que las jóvenes se unían a hombres mayores. Este segundo tipo de grupo presentaba otras dos ventajas. Los hombres mayores solían ser supervivientes de peligros pasados, tanto de la caza como de la política tribales decir, poseían el tipo de características que confieren el éxito a sus descendientes. Las hembras tenían más años fértiles ante sí y podían disfrutarlos con mayor seguridad.

Naturalmente, esas muchachas se sentían menos atraídas por los encantos físicos de sus compañeros que por su posición social, mientras que para los hombres el atractivo residía en la juventud y en el tipo de belleza física que acompaña una salud robusta. Los grupos que se orientaron a través de estas preferencias tuvieron más éxito que los otros, y por eso sus pautas se convirtieron, andando el tiempo, en la norma humana.

La mayoría de las demás diferencias entre los hombres y las mujeres se estableció durante aquellos 600.000 años de caza y recolección de alimentos. Nuestros 10.000 años de agricultura y vida urbana apenas han sido suficientes para modificar características tan arraigadas. Por ejemplo, como cazadores vagabundos, los hombres serían superiores en la producción y el empleo de herramientas, especialmente para la caza, y en el trazado mental de mapas. Eran más altos, más veloces y físicamente más fuertes. Su vida se dividía en períodos de extremo agotamiento durante la caza y largos días ociosos de relajamiento, narraciones, danzas o descanso.

La vida de la mujer como recolectora de alimentos era más regular. Mientras que en la mayoría de las tribus cazadoras los hombres actúan en grupos pequeños o solos, las mujeres salen a recolectar alimento en grupos grandes y conversadores. Los hombres han de estar preparados para el momento en que la presa decide moverse; como los vegetales no dictan el juego de este modo, las mujeres tienen una rutina más ordenada y estable.

Como cazador, el hombre maduraba físicamente con más rapidez, y la mujer, como criadora de hijos, maduraba más temprano en su inteligencia y emociones. Era más expresiva, lógica y sociable que el hombre medio. Las mujeres también necesitaban más paciencia que los hombres, ya que las exigencias del cuidado de los niños las ocupaban, en principio, día y noche.

Es posible que los hombres fueran especialmente dominantes entre nuestros antepasados más antiguos, pero, a medida que la humanidad evolucionó, la mujer llegó a desempeñar un papel cada vez más relevante en la dirección de los asuntos.

Desde luego que no se ha preservado artificialmente la plena validez, en nuestras actuales circunstancias, de la mayoría de los atributos que evolucionaron para fortalecer y mantener de por vida el vínculo existente entre los padres, en el seno del grupo cazador.

 

El amor se aprende pronto en la vida

Todo lo que vive transmite una especie de código de supervivencia a la generación siguiente; por lo general, como ocurre con la capacidad del ave para construir un nido, está contenido en la “caja fuerte” de su ADN. Algunos seres, en especial los de inteligencia rudimentaria, transmiten unas pocas y útiles capacidades extra: los chimpancés enseñan a sus crías a hurgar con ramitas los montículos de termes para extraer los insectos suculentos que contienen, pero lo más importante es que un pequeño chimpancé aprenderá de su madre el modo de comunicarse y “amar”.

Para los humanos, el aprendizaje es aún más vital. Nuestro ADN nos provee de un cuerpo, una mente y unos pocos programas básicos. El modo en que los desarrollamos y los aplicamos depende totalmente de lo que nos es transmitido del aprendizaje de generaciones anteriores lo que designamos herencia cultural, y si se nos introduce en este aprendizaje en el orden, momento y modo adecuados.

Las gatas colocan a sus crías a la luz del sol en un momento determinado. Si ese momento pasa, permanecerán ciegas el resto de sus días. Los bebés humanos también tienen momentos determinados de aprendizaje.

Como bebé debes ser alzado y acunado; se te debe hablar y sonreír, se ha de bromear y jugar contigo... Más tarde se te leerá, recompensará y corregirá, y se razonará contigo..., casi siempre con una paciencia infinita. Entre tus compañeros debes aprender a desempeñar papeles que quizá más tarde tomes en serio: policías y ladrones, doctores y enfermeras y madres y padres. Posteriormente, debes aflojar los lazos íntimos con tus padres para poder entablar nuevas relaciones. Quizá necesites rebelarte y luchar, perdonar y hacer las paces muchas veces hasta que, finalmente, salgas a enfrentar el entorno adulto con mente abierta y receptiva, probando muchas cosas nuevas antes de tomar decisiones tajantes. Una persona modelo que atravesara esas fases sin dificultades podría ser idealista, generosa, compasiva y desprendida.

Una persona que se perdiera en algún punto del camino podría mostrar el aspecto negativo de estas cualidades y parecer egocéntrica, dogmática, introvertida y antisocial. Sin embargo, la mayoría de las personas poseen una extraña mezcla de rasgos positivos y negativos. La persona modelo y la totalmente incapaz de amar constituyen casos insólitos.

 

Normas según la naturaleza

Todos tenemos dragones que vencer. En nuestra herencia existen muchas cuestiones que debemos suprimir o reformar, con el propósito de poder vivir más armoniosamente. Nuestro ADN evolucionó con el fin de prepararnos para vivir en una pradera subtropical en grupos pequeños y al amparo de refugios toscos. Pero a medida que nuestra población aumentaba, tuvimos que imponer diversos códigos de conducta para garantizar la supervivencia. Con el propósito de que un núcleo humano siga siendo fuerte y vigoroso, las lealtades grupales y el vínculo entre los padres deben ser reforzados.

Entre los códigos más antiguos debieron contarse los destinados a impedir la procreación consanguínea. Prácticamente todas las sociedades prohíben, por ejemplo, la copulación entre hermano y hermana, padre e hija o madre e hijo. En grado menor, suele impedirse el matrimonio entre primos y primas o el de tíos y tías con sobrinas y sobrinos. Este acoplamiento aumenta en gran medida la posibilidad de anormalidades hereditarias y la muerte prematura.

Estas leyes también contribuyeron a crear una sociedad armoniosa, ya que fomentaron matrimonios , en consecuencia, relaciones cooperativas y amistosas entre grupos más amplios.

Posteriormente, cuando comenzamos a vivir en grupos aún más numerosos pueblos y ciudades, las lealtades para con el grupo pequeño fueron menos vitales para la supervivencia. Pero en esa sociedad más amplia, con sus nuevas diversiones y oportunidades, el vínculo entre los padres corría un riesgo mayor, aunque se había vuelto más importante para la protección y la educación de los hijos. De ahí que se introdujeran nuevos códigos de conducta destinados a atenuar el conflicto entre nuestra sexualidad y nuestras necesidades de llevar vidas ordenadas dentro de la comunidad. Por ejemplo, en algunas sociedades el tabú del contacto físico con extraños exige elaboradas justificaciones, incluso para el más inocente de los roces accidentales. Asimismo, la conducta menos inhibida, autorizada entre amigos y parientes, está regida por normas complejas: apretones de mano, besos en la mejilla y así sucesivamente.

La mayoría de las leyes, los tabúes, los mitos y las leyendas tradicionales están enlazados con los profundos conflictos que surgen en la adolescencia y la primera juventud. La adolescencia comienza cuando nuestro ADN desencadena una serie de cambios fundamentales en nuestra estructura física y mental. Esos cambios generan sentimientos que nunca más volverán a ser experimentados con la misma intensidad: idealismo, ambición, romanticismo, espíritu aventurero y gusto por la acción.

El macho joven, con su naturaleza cazadora y errante, está menos dispuesto que la hembra a tomar seriamente la responsabilidad de producir descendencia. Muchas sociedades han inventado complicados rituales y ceremonias de iniciación que deben cumplirse antes de que los jóvenes puedan ocupar su sitio junto a los adultos. Con el objeto de prepararlos para esta transición, se narran leyendas a los niños desde muy pequeños. El efecto de dichos relatos será reforzado posteriormente por las leyes religiosas y comunitarias. Las leyendas se refieren a personas que deben cumplir misiones imposibles, enfrentar la muerte en múltiples ocasiones, sufrir opresiones y privaciones inenarrables para alcanzar un premio lejano pero espléndido, etcétera.

En todo el orbe existen leyendas acerca de una hermosa doncella prisionera de un dragón. El heroico joven que la rescate debe demostrar que es apto para cortejarla, sometiéndose a pruebas casi insuperables. Por último, a pesar de los graves obstáculos, mata al dragón y lleva a la doncella consigo para vivir felices. El amor que entonces sentían, después de una postergación tan prolongada, se consideraba más noble, puro y elevado que el que habrían sentido si hubiesen buscado una satisfacción más rápida y fácil.

 

Acto de amor

En el reino animal, la actividad sexual parece ser primordialmente funcional. Precede a la generación de nuevos vástagos y suele desarrollarse sólo cuando la hembra es fértil. Pero la evolución humana ha transformado este acto esencialmente instintivo en una de las fuentes de unión más intensas e importantes nuestra vida. Como su finalidad evolutiva consistía en reforzar el vínculo entre los padres a fin de mantenerlos unidos para que lleven a cabo la crianza de los hijos, resultó más estimulante para una unión a largo plazo.

En realidad, suele ser más que estimulante, pues el placer se extiende mucho más allá de las sensaciones físicas inmediatas. Así, proporciona un modo de comunicación directo con la persona amado del otro sexo. Este acto básicamente sencillo puede entrañar sutilezas y posibilidades que inspiran respeto. No es un acto tan sólo sexual sino un auténtico acto de amor.

 

Ser singular

La forma con que hemos abordado el sexo no oscurece ni frustra en modo alguno su función básica, consistente en mezclar el ADN de dos miembros de la misma especie e intentar, de esta forma, diversas combinaciones de genes. Toda criatura es una prueba viviente de una determinada combinación de genes. Todo gen que haya sufrido una mutación ventajosa fomentará el éxito del individuo que lo posee.

El éxito podría medirse en función de la cantidad de descendientes que deja un individuo. Si la ventaja de dicho gen se mantiene durante varias generaciones, terminará por formar parte de la herencia común de esa población, finalmente, de la especie: tal es el mecanismo de la evolución.

El sistema funciona de la siguiente manera. Si todo el ADN de una de tus células fuera alineado en una hilera mediría cerca de un metro ochenta. En esa longitud hallarías la multitud de genes que especifican todos los detalles de tu cuerpo. Para que esa inmensa longitud quepa en el núcleo de una célula es necesaria una envoltura muy delicada. El ADN se enrosca varias veces para ser lo suficientemente pequeño. En realidad, la longitud ha quedado reducida, más o menos, al espesor de esta letra l. Esta minúscula longitud se divide en 46 longitudes aún más pequeñas llamadas cromosomas, cada una de las cuales contiene miles de genes.

Los cromosomas aparecen por pares. Cada uno posee forma y tamaño característicos, aunque los dos elementos del par son muy semejantes y portan genes idénticos o muy similares. La excepción la constituye el par de cromosomas que determina el sexo. Los hombres cuentan con un cromosoma Y muy corto que forma el par con otro cromosoma de tamaño normal. Las mujeres poseen un par de cromosomas X de idéntico aspecto. De modo que tú cuentas con 23 pares de cromosomas: un miembro de cada par proviene de tu madre y el otro, de tu padre. Para cada gen de un cromosoma (con excepción del par XY) existe un equivalente en el otro cromosoma del par. Esto significa que tienes dos copias de cada uno de los muchos millares de genes. Los dos genes de un par controlan juntos un proceso único de la célula, como, por ejemplo, el que decide el color que tendrán los ojos.

Las células que se convierten en células sexuales ―el óvulo de la hembra y el esperma del macho― son completamente distintas, debido a que cada una sólo contiene veintitrés cromosomas, uno de cada uno de los distintos pares. El conjunto de veintitrés se produce a partir del conjunto de 46 mediante un proceso especial. En realidad, un miembro de cada uno de los veintitrés pares es seleccionado al azar del grupo normal. Tu padre contaba con veintitrés cromosomas de su padre (tu abuelo) y un grupo similar de su madre (tu abuela). Te transmitió veintitrés, pero fue una variable “casual” (causalmente providencial) la procedencia de los cromosomas de cada abuelo. Una complicación mayor surge a raíz de que cuando las células sexuales son producidas, los cromosomas con frecuencia intercambian partes, de modo que probablemente tienen cromosomas que provienen en parte de un abuelo y en parte, del otro.

Los cromosomas X e Y son ligeramente distintos. La mitad de las células espermáticas reciben un cromosoma Y y el resto uno X, pero todos los óvulos de la hembra tienen un cromosoma X. Cuando un espermatozoide y un óvulo se unen durante la fecundación, los dos grupos de veintitrés constituyen el complemento íntegro de 46 cromosomas. Si el espermatozoide portaba el cromosoma Y, el bebé será varón; si portaba el cromosoma X, será niña.

Aunque esto es bastante simple, por qué dos hermanos o dos hermanas son distintos y no idénticos, como algunos gemelos? Eso se debe a que si bien reciben la mitad de los genes del padre y la mitad de la madre, cada niño es dotado de proporciones notablemente distintas y azarosas de genes de los cuatro abuelos.

 

Uno más uno igual a uno

En tu cuerpo existen alrededor de cincuenta trillones de células. Todas surgieron a partir de una sola. Cumplen una diversidad de funciones tan inmensa, que enumerarlas obligaría a escribir más de una docena de libros de letra pequeña. Pero toda la información necesaria para construir y situar esas células en los sitios adecuados y en cantidad suficiente estaba contenida en dos millonésimas de una millonésima de una onza (28,35 g) de ADN, la mitad proveniente de tu madre y la otra, de tu padre. De algún modo, ese mismo paquete minúsculo también contenía la información que determina tu modo de caminar, la velocidad de tu pensamiento, si eres bueno para las matemáticas, la música o la mecánica...; incluso si eres alegre u hosco por naturaleza. Algunas personas consagran toda su vida a estudiar estas cuestiones y siguen manifestando asombro ante tales maravillas.

La aventura comienza cuando la futura madre desprende un óvulo, a veces más, de uno de sus dos ovarios. Los óvulos son alternativamente desprendidos de uno de los dos ovarios a intervalos de unos veintiocho días. Si el óvulo no es fertilizado por un espermatozoide, desciende por un prolongado tubo, trompa de Falopio, hasta el útero, y luego sale por la vagina. El revestimiento del útero, que se espesa y se recubre con una rica provisión de vasos sanguíneos preparados para recibir los óvulos fertilizados, se rompe, produciendo la pérdida mensual de sangre conocida como menstruación.

Para ser fertilizado, el óvulo debe encontrarse con el espermatozoide en la trompa que va del ovario a la matriz. Los espermatozoides inician su itinerario en la vagina, cuando el hombre experimenta un orgasmo y eyacula aproximadamente el volumen de un dedal (4 a 5 cc) de semen. Este se compone de unos 350 millones de espermatozoides individuales que flotan en un fluido pegajoso y translúcido, rico en azúcares por su energía.

Los espermatozoides provienen de los testículos, y el fluido se origina en las demás glándulas en su camino hacia el exterior. Los testículos operan basándose en el principio de la seguridad numérica. Teóricamente, un solo espermatozoide basta para fecundar un óvulo. Los testículos producen unos 350 millones de espermatozoides en cada eyaculación. Como es lógico, la calidad se resiente. Alrededor de una cuarta parte de esos espermatozoides nunca comienza a nadar. Y de aquellos que lo hacen, una séptima parte, más o menos, sufren alguna anormalidad: dos cabezas, cola corta o algún defecto semejante. Lo cual carece de importancia, ya que todavía restan unos 250 millones de espermatozoides capaces de vivir y en condiciones de comenzar el largo viaje hacia el óvulo.

Los espermatozoides son tan pequeños, que los veinte centímetros que distan entre la vagina y el óvulo equivalen a seis largos kilómetros para un individuo. Aunque agitan sus colas vigorosamente, son nadadores lentos e ineficaces, y es muy probable que emprendan la marcha en dirección equivocada. Además, la vagina es ligeramente ácida, lo cual no favorece mucho a los espermatozoides, lo mismo que la película, levemente alcalina, que recubre tanto la pared del útero como las trompas de Falopio. Evidentemente, los espermatozoides necesitan ayuda para alcanzar su meta. El semen contiene sustancias que estimulan la pared muscular del útero para que produzca movimientos. Estas ondas de contracción transportarán un mínimo de algunos miles de espermatozoides hasta las aberturas de las dos trompas, pero sólo cerca de la mitad se encontrará en la misma parte de la célula reproductora. Entonces sus movimientos natatorios activos ayudan a abrirse paso como por un túnel en torno a la membrana protectora de la célula reproductora. La fecundación tiene efecto en cuanto un espermatozoide penetra la membrana y ésta se endurece de inmediato, impidiendo la entrada de todos los demás. Luego, los veintitrés cromosomas del espermatozoide se unen con los veintitrés del óvulo, y el ADN de ambos está en condiciones de iniciar su trabajo: especificar todos los detalles físicos del nuevo bebé que se desarrolla.

En las trompas de Falopio, al salir del ovario, el óvulo maduro ingresa en la trompa de Falopio. Suaves contracciones y el palpitar de minúsculos pelos de la pared del interior del tubo empujan la célula embrionaria hacia el útero. El espermatozoide y el óvulo se encuentran en lo alto de la trompa de Falopio donde tiene efecto la fecundación.

Cada testículo contiene numerosos conductos muy enroscados, que quizás alcancen un kilómetro y medio de longitud, en los que todos los días se producen millones de espermatozoides. Con la pubertad, los testículos secretan una hormona que provoca el crecimiento del vello corporal y facial, y determina que el tono de voz se vuelva más grave.

Todos los meses uno de los ovarios libera un sólo óvulo maduro. En ese momento, la bolsa protectora en la que maduró el óvulo secreta hormonas, preparando así el cuerpo de la madre para un posible embarazo. Otras hormonas producidas por los ovarios controlan el desarrollo de los caracteres femeninos y los pechos, que servirán para amamantar a los niños.

Las vesículas seminales producen un fluido que se une con el de la próstata, rodea los espermatozoides y los transporta fuera del pene. Este fluido actúa como la fuente de energía de los espermatozoides en su viaje hacia el óvulo.

La glándula prostática secreta la mayor parte del fluido translúcido y pegajoso, el semen, que rodea y mantiene los espermatozoides.

 

Se divide y vence

El desarrollo del bebé se cuenta, generalmente, a partir del momento en que el óvulo comienza a madurar en el ovario materno. También ése es el momento en el que su período menstrual previo concluye, de modo que resulta fácil calcular la fecha. El óvulo maduro puede quedar fecundado en cualquier momento, entre el duodécimo y el vigésimo día. Aquí tomaremos como ejemplo el primer caso.

Cuando los dos grupos de ADN se han unido en el óvulo o embrión, como deberá denominarse, éste se divide en dos células. En ocasiones, esas células se separan por completo, y entonces cada una de ellas podría producir un bebé; puesto que su ADN es idéntico, serían gemelos monozigóticos (los gemelos bizigóticos se producen cuando la madre libera simultáneamente dos óvulos y ambos son fertilizados por espermatozoides distintos).

El óvulo fecundado desciende por la trompa a lo largo de tres días hasta alcanzar el útero, dividiéndose todo el tiempo de modo que forma un pequeño racimo de células semejante a una mora de tamaño microscópico. Así llega al útero, cuyo revestimiento ha vuelto a endurecerse, a la vez que se ha enriquecido con vasos sanguíneos preparados para sustentar a un embrión. Después de otras divisiones celulares ya hay células suficientes para comenzar a formar los diversos elementos del embrión de bebé. La mayoría emigran hacia el exterior para formar la pared externa de una esfera hueca; el resto conforma una masa en un extremo de esa esfera, que pocos días después queda encajada en el revestimiento del útero.

La parte exterior de la esfera crece rápidamente, digiriendo el revestimiento del útero para alimentar la masa de células del interior de la esfera, que llegarán a convertirse en el auténtico embrión. La invasión de las células alimenticias en el revestimiento del útero prosigue, pero terminará por estabilizarse y formar la placenta, que es una esponjosa placa de carne densamente entrelazada con vasos sanguíneos.

El embrión en desarrollo está conectado con la placenta por medio del cordón umbilical. Éste se convierte en la única unión, en cabo salvavidas que la madre tiende al embrión. A través del cordón umbilical, por medio de la placenta, el alimento y el oxígeno vitales para el embrión en crecimiento son absorbidos de la sangre de la madre, en tanto que los productos de deshecho viajan en dirección contraria. En este momento, el saco amniótico ―una bolsa grande y llena de fluido― protege al bebé.

Al principio se distinguen las tres capas básicas de células a partir de las cuales evolucionaron todos los animales complejos: la interior, que configura la entraña; la exterior, que forma la piel, y la sumamente importante capa intermedia que origina, de hecho, todos los órganos y tejidos. Después de alcanzar ese estadio, el ADN prosigue la realización, cada vez más sutil, de las diferentes regiones. Por ejemplo, sólo un grupo de células de esa sencilla comunidad embrionaria comienza a proyectar el primer tejido, semejante al nervioso, de lo que constituirá la médula espinal, en tanto otro forma las membranas que se convertirán en la boca y el ano: los extremos del tubo a cuyo alrededor todo se va a organizar.

 

El corazón de un pez y el puño de un mono

Desde el momento en que el óvulo comienza a madurar hasta el día en que nace el bebé, éste sólo pasa cuarenta semanas en el interior del útero de su madre; cuarenta semanas para pasar de una célula a más de un trillón, para desarrollar un cuerpo, miembros, cabeza, todas las regiones internas, músculos y nervios que funcionen coordinadamente, pulmones con una superficie total de 2,7 m y los cimientos de un cerebro que, un día, podrá crecer hasta competir con los de Shakespeare o Einstein.

Las primeras ocho semanas transcurren proyectando todos los sistemas básicos: rostro y cerebro, corazón y vasos sanguíneos, entrañas y órganos digestivos, del sexo y de la excreción. Durante esta etapa, el ADN repite prácticamente su propia historia evolutiva. El corazón, por ejemplo, se inicia en el modelo de pez y atraviesa los estadios anfibio y reptil antes de adoptar, alrededor del día 42, el típico modelo de mamífero.

El joven embrión incluso tiene aberturas para branquias, al igual que un pez. En realidad, la arteria que ahora lleva sangre a cabeza y la arteria principal de tu corazón se han desarrollado a partir de los vasos sanguíneos que, en otro momento, terminaban en aberturas a modo de branquias.

En cuanto los sistemas básicos quedan proyectados, la tarea siguiente consiste en desarrollarlos hasta el punto en que puedan comenzar a funcionar. Como es natural, el corazón ya funciona a toda marcha, pues no se desarrollaría nada más si no existiera un buen suministro sanguíneo. Durante las diez semanas que siguen, todo se afina y se pone en marcha.

Los nervios y los músculos se coordinan para realizar movimientos deliberados y, hacia el final, muy elegantes. Ya en la duodécima semana, el feto puede fruncir el ceño, apretar el puño, oponer el pulgar al resto de los dedos y mover independientemente los codos y las muñecas. Con objeto de que los músculos tengan un agarradero firme, desarrolla huesos resistentes en lugar del frágil cartílago de su esqueleto más primitivo. Comienza a tragar parte del fluido que lo rodea, lo cual contribuye al desarrollo de los órganos digestivos.

En esta etapa su rostro no es sólo humano, sino que está diferenciado, incluso puede mostrar un parecido familiar.

Cerca del fin del cuarto mes alcanza un peso de 93 g y una talla de 17 cm. Es ya, por tanto, demasiado grande para encajar dentro de los protectores huesos de la cadera de la madre, cuyo vientre comienza a mostrar la primera hinchazón a medida que su vástago crece. En el momento en que ella comienza a percibir sus movimientos, el bebé ha cumplido la mitad de su vida fetal.

La segunda mitad del tiempo que permanece en su interior está consagrado a los últimos toques, que le otorgarán una independencia corporal absoluta, especialmente el aumento de peso y de tamaño. Los postreros detalles se suman a todos los sistemas en funcionamiento.

Durante el quinto y el sexto mes comienza a dormir y a despertar como un recién nacido. Respira el fluido que lo rodea, lo que le permite desarrollar y ejercitar sus pulmones en crecimiento. Tiene hipo, a veces durante media hora, e indudablemente su madre puede sentirlo. Responde al ruido y la vibración transmitidos a través del vientre. Por ejemplo, acusa el traqueteo de un coche, un tren o un grifo que deja caer agua sobre la bañera mientras la madre se asea. El bebé nada mucho, dando frecuentes volteretas en el fluido.

Aún le queda por recorrer un corto trecho del sendero evolutivo. Por ejemplo, a los siete meses su puño es tan potente como el de una cría de mono; mucho más poderoso que al nacer. También le crece una pelusa espesa y suave llamada lanugo, que si bien puede conservarla al nacer, desaparece poco después.

Hacia el final agrega una cantidad de grasa para aislarse del frío que encontrará al abandonar la tibieza envolvente del útero. En las últimas semanas, crece literalmente más que su atestado aposento. Ya no puede moverse ni dar volteretas como solía, y se acomoda cabeza abajo. Esta es la mejor posición, pues su cráneo es romo y redondo y tiene la misma circunferencia que sus hombros y sus nalgas, de modo que encaja perfectamente para abrirse paso por el canal de nacimiento.

En los ojos se han formado los cristalinos y las retinas, y comienzan a aparecer los párpados. Las ventanas de la nariz se han acercado, y debajo de la boca han comenzado a desarrollarse las estructuras externas de los oídos. Ya pueden distinguirse los pulgares del resto de los dedos de las manos.

 

Resulta difícil nacer

Las horas del parto suelen ser difíciles para la madre pero, al menos, ésta ha tenido tiempo de prepararse. Para el bebé debe de ser un esfuerzo absoluto y sin tregua.

Toda su vida ha permanecido ingrávido, tibio y flotando en el fluido. Súbitamente, el fluido desaparece. Y las tibias paredes de su hogar comienzan a contraerse y a empujarlo hacia abajo. Eso es nuevo. También ha dejado de ser ingrávido. Imagina que experimentas por primera vez la sensación de peso.

Luego cae. Baja y baja hacia un lugar mucho más apretado y angosto. Nunca ha sentido nada semejante. Presiones y golpes por todos los lados. Otra sensación nueva: frío. En la cabeza, la frente, las orejas. Luego, luz. Es cegadora. Le daña los ojos. Sonido puro. Los ruidos le llegaron siempre muy remotos y apagados, pero ahora son cortantes y están cerca. El aire se arremolina sobre la piel. Estremecimiento. Contacto áspero. Las cosas son ásperas, le aprietan el cuerpo.

Cuántas sensaciones conjugadas en un mismo momento. Tensiones como éstas pronto alterarían cualquier mente madura. Pero es probable que después de unos gritos vigorosos y algún forcejeo el bebé succione las primeras gotas de leche tibia y caiga en un sueño apacible.

Es bueno que la mente y el cuerpo de un bebé sean tan robustos, sobre todo si piensas en la carrera de gigantescos obstáculos que le aguarda.

Los ojos y los oídos se han abierto, la nariz está completamente formada y la boca tiene labios. Se ha desarrollado una lengua rudimentaria, y en las mandíbulas recién formadas han aparecido las cavidades dentales. Las huellas digitales son visibles en los pulgares en el resto de los dedos. Ahora el embrión parece un humano adulto en miniatura.

 

Al nacer descubres

Las percepciones que rodearon al bebé durante el nacimiento pronto se organizan en su mente, puesto que el ADN humano construye un cerebro ya programado para enfrentarse con tales situaciones.

Todo comienza con las nuevas sensaciones: el contacto con las manos de la madre, el sabor de la leche, el olor de la comida, los sonidos del hospital o de la casa y un caos de visiones de techos, luces y rostros. También se experimentan desde muy temprano sensaciones que nosotros sabemos que son internas: el ruido en los oídos al tragar, el placer de un estómago satisfecho, la molestia que ocasionan los gases, las señales de las articulaciones, que informan, por ejemplo, que se tiene el codo doblado o el brazo estirado. No sabemos con certeza si la mente de un bebé distingue entre sensación interna y externa, pero sí nos consta que varios receptores ―ojos, oídos, nariz, papilas gustativas, nervios perceptores del calor y del frío, nervios del contacto y de las sensaciones internas― transforman las sensaciones en minúsculos impulsos eléctricos.

Dichos impulsos viajan a través de millones de fibras nerviosas y descargan la energía en los billones de células cerebrales.

También sabemos que el cerebro está constituido como un ordenador, en forma de un sistema de reconocimiento de configuraciones. Pero el cerebro es más que un ordenador o, al menos, más que cualquier ordenador que seamos capaces de construir en el presente o en un futuro previsible, ya que organiza el caos de sensaciones puras en configuraciones, de las cuales se sirve para reconocer formas simples del exterior. Después, clasifica las formas simples en complejas (superconfiguraciones). Posteriormente, puede continuar reconociendo las superconfiguraciones del exterior, organizándolas en hiperconfiguraciones…

Y así sucesivamente, superando niveles progresivos de orden sin descansar jamás, sin decir nunca “misión cumplida”. El cerebro del bebé aprende, en primer lugar a ver. Está rodeado de radiaciones, desde ondas de radio hasta rayos cósmicos. Pero jamás logrará percibir los rayos cósmicos de energía intensa que surgen del espacio ultraterrestre y que atraviesan la atmósfera, y a él mismo, sumergiéndose en la Tierra. Nunca percibirá las ondas de radio que lo atraviesan sin dejar huellas en su conciencia. Sólo la estrecha banda del espectro que llamamos luz visible despierta los nervios de sus ojos (otra minúscula parte del espectro es registrada por su piel como calor. Algunos grupos de sus células oculares sensibles a la luz ya están entrecruzadas y se comunican con el cerebro, de tal modo que unas responden a líneas verticales y otras a líneas horizontales u onduladas, a movimientos en un sentido o en otro, y así sucesivamente. Todos estos grupos de células necesitan de la práctica, y aquellos nervios deben coordinarse con los que informan a los músculos oculares de cuándo, dónde y cómo deben moverse. Es un aprendizaje de enorme complejidad, que utiliza siempre, no obstante, las configuraciones del lo real como materia prima.

El cerebro del bebé está siendo provisto de abundante información. Oye que un tordo canta junto a la ventana; siente la tersura y calidez del lomo de un gato; huele una rosa que sostienen bajo su nariz. Todavía ignora que se trata de un tordo, un gato o una rosa, lo que sí sabe es que oye, siente y huele: su ADN se ha ocupado de ello. De algún modo el bebé tiene que seleccionar esta información entre la multitud de otros impulsos enviados a su cerebro.

¿Este viaje de descubrimientos sensoriales alcanza algún punto terminal? Diríamos que no. El Universo está pletórico de descubrimientos excitantes, y cada uno contiene su propia recompensa. A medida que el bebé comienza a manipular el exterior inmediato, como un juego, su cerebro recoge datos y los organiza en configuraciones de nociones. Aparta cosas, las acerca, las levanta, las siente y las deja caer; grita y observa quién llega, sonríe, es mecido, balbucea, siente y oye cómo los labios y la lengua modulan el sonido. Durante todo el tiempo penetra la información sobre estas y otras actividades a través de los ojos y los oídos, de la lengua, los músculos y la piel, sumando configuraciones, confirmando algunas, desechando otras, unificando algunas, componiendo superconfiguraciones...

 

Organizas el entorno en tu cabeza

El bebé crece. Al principio existía en un universo elemental dictado por su ADN, un entorno que carecía de distinciones sutiles, a pesar de que formas y contornos estaban allí desde los comienzos. A medida que crece aprende a embellecer su universo primario dotándolo de significado, apreciando los matices. Aprende sobre formas, colores y sensaciones. Aprende a reconocer objetos y a emplear utensilios. Las configuraciones que se formaron en su cerebro poco después del nacimiento y durante su primer año de vida se convierten en los filtros a través de los cuales crea su propia vida interior.

Hasta que se halla en condiciones de hablar y de comprender, su capacidad y su inteligencia son muy semejantes a las de una cría de chimpancé de la misma edad. Puesto que un bebé de chimpancé está físicamente mucho más maduro en el momento del nacimiento, al principio un bebé humano queda rezagado. Pero entre el segundo y el tercer año de vida lleva a cabo la transición hacia un nuevo reino al que ningún chimpancé puede seguirlo: el reino del lenguaje.

Naturalmente, ha comenzado a usar palabras más temprano, tanto individuales como en grupos simples. Pero para hacerlo no necesita utilizar su inteligencia singularmente humana. Desde las primeras semanas en el útero, su ADN lo ha conducido a lo largo de la senda evolutiva desde el pez hasta el hombre, y éste es el último paso. El niño desarrolla el tipo de inteligencia que separa al hombre del resto de los seres vivientes: la inteligencia secuencial.

El hemisferio izquierdo de su cerebro se convierte en la sede de la nueva inteligencia secuencial, en la región que puede enfrentar nociones lógicas y frases complejas, una idea tras otra, conjuntos de palabras o números...

El hemisferio derecho constituye el centro donde se manejan ideas y configuraciones, donde la imagen no se divide en partes sino que es vista como totalidad. Con esta región holística del cerebro, el niño evalúa el tamaño y la forma de los objetos y el modo en que se relacionan espacialmente entre sí.

Allí también encuentra el camino hasta la casa de un amigo, la escuela o un sendero que atraviesa el bosque... En definitiva, los miles de mapas mentales que todos portamos en nuestras mentes. También reconoce los rostros con su hemisferio holístico, y gracias a éste acaba por apreciar la música.

Ambos hemisferios funcionan sustentándose mutuamente. Cada uno contribuye con un elemento distinto a la inteligencia de un niño, y ambos desempeñan un papel al ayudarlo a clasificar y organizar el entorno, así como a encontrar su lugar en él.

Con sus dos hemisferios conjugados, ambos tipos de inteligencia pronto le permiten procesar datos de una ingente cantidad de fuentes que no están a disposición de otros animales: digamos, por ejemplo, los libros y la televisión y, por encima de todo, la conversación con adultos y amigos de su misma edad. Se trata de un proceso “infinito” de interacción y de observación.

En las niñas de su misma edad el hemisferio secuencial se desarrolla con más rapidez. Son más hábiles para los idiomas y para establecer una relación lógica. Pero alrededor de los trece años, el varón se actualiza.

La primera década de vida de un niño consiste casi exclusivamente en el aprendizaje: correr, saltar, trepar, nadar, descubrir lo bien que funciona su cuerpo; desobedecer y descubrir hasta qué punto pueden ser elásticas las reglas; jugar a papás y mamás o a policías y ladrones o a terráqueos y marcianos; averiguar cómo sería ser otro; leer, hacer preguntas, escuchar a escondidas y descubrir la existencia de algo más allá de la propia experiencia inmediata; fabular, escuchar cuentos de hadas, leer tebeos y comparar esto con los reinos fantásticos e imaginarios...

Esta es la época en que se forman las configuraciones básicas de su personalidad. También en esta etapa aprende a desempeñar los papeles sociales básicos con arreglo a los cuales deberá actuar cuando crezca. Desde los tres años sabe que es varón, y esta información sobre su identidad sexual, su género esencial, jamás podrá apartarse de él. En este punto no existen grandes rebeldías. Todavía su yo es demasiado pequeño para mostrarse agresivo. Comprende muy poco el entorno como para sentir la confianza suficiente para querer modificarlo. Pero el yo siempre se expande y la confianza crece. Pronto llegará el momento de llevar a la práctica ese aprendizaje y esa comprensión.

 

Organizas el entorno fuera de ti

Alrededor de los trece años, los dos tipos de inteligencia han reunido los materiales necesarios para iniciar la construcción de una nueva modalidad de lo interno.

Los cambios físicos que se producen estimulan intensamente este proceso. Así, con el comienzo del funcionamiento de las células sexuales, se origina la producción de espermatozoides en los varones y la maduración de los óvulos en las chicas. La voz del muchacho se vuelve más grave, crecen el vello facial y corporal, y su esqueleto aumenta de tamaño y sustenta músculos más vigorosos. En las muchachas se desarrollan los pechos, se ensanchan las caderas y crece el vello púbico.

Ahora ambos se parecen más a los adultos, tanto en el aspecto mental como en el físico, aunque no lo bastante como para ingresar plenamente en el entorno adulto. Se trata de una época difícil, con un pie en el territorio infantil y el otro en el de los adultos. El adolescente consagra estos años a comprometerse con ideas y causas y al intento de descubrir quién es, qué defiende y de dónde viene. Este reino interno ya no es el reino infantil de la fantasía. Se trata de un reino auténtico y singularmente propio.mp Ya tus directores del Opus Dei pueden decirte ―si lo ven― que desde toda la eternidad tienes vocación de numerario para siere siempre.

Esa singularidad se debe a que nunca se ha producido ni nunca volverá a darse esa exacta combinación de ADN, a menos que tenga un hermano gemelo monozigótico. E incluso en este caso su segunda línea de herencia, la herencia cultural, será distinta.

Como es obvio, no todos los elementos de su reino interno son singulares. Del mismo modo que comparte la mayoría de sus genes con todos los seres humanos, la mayor parte de los elementos de su nuevo reino interno son comunes a todas las personas que participan de la misma herencia cultural.

Empero, se sumará de algún modo a la provisión común ―la herencia cultural― empleando sus dotes singulares. Quizá contribuya con ideas totalmente nuevas o reelabore viejas nociones, dándoles mayor utilidad. Tal vez no se trate de ideas específicamente intelectuales, sino que podrían referirse al deporte, la música, la mecánica, la política o el espectáculo: en definitiva, el vasto espectro de la actividad humana.

El despliegue de estas posibilidades se relaciona con la nueva madurez de su cerebro, madurez sustentada en un mínimo de diez años de interacción entre sus dos tipos de inteligencia. Las ideas sencillas que asimiló pueden unirse a su experiencia para crear mentalmente conceptos más refinados. Por ejemplo, la idea de la rotación. Cuando era más pequeño alcanzó una buena comprensión corporal de lo que significa “dar vueltas y vueltas” hasta marearse: ruedas, tiovivos, discos, peonzas...

Ahora estos datos significan algo más abstracto y universal: conceptos que incluyen los movimientos planetarios e ideas sobre la rotación y el tiempo..; incluso el tipo de rotación que caracteriza el helicoide de ADN. Después podrá relacionar rotación con giro, con revolución y con las ideas más abstractas sobre revolución, como, por ejemplo, un cambio radical en arte, ciencia o política.

En síntesis, el advenimiento de la mente humana adulta constituye otro ejemplo de la materia original del Universo actuando de un modo insólito.

Antes de que existiera algo semejante a la mente humana, una nueva mutación beneficiosa tardaba generaciones en cuajar... , probablemente, mucho más tiempo en expandirse. Pero gracias a la mente humana es posible cimentar en pocos años, o incluso en menos tiempo, una idea, una técnica o un sistema nuevo. Estas ideas o sistemas nuevos crean, al mismo tiempo, algo nuevo, en lo que nace la siguiente generación. Ésta reelabora eso nuevo ―la nueva herencia cultural― y le suma su provisión de ideas. Toda generación nueva reelabora, suma, reelabora, suma...

En cierto modo, la evolución ha cambiado de velocidad. Al actuar a través de la mente y sus concreciones en lugar de hacerlo a través del ADN, ha acelerado y ampliado inmensamente su campo de acción.

 

Y aquí estás tú...

Dios te había pensado desde toda la eternidad, y aquí estás tú: un ordenamiento complejo y singular de aquellos residuos cósmicos que fueron arrojados hace quince billones de años. Estás aquí en una época que te permite analizar dichos residuos, rastrear sus configuraciones, organizarlas y, probablemente, modificarlas. Este mismo libro despliega una configuración que un día, un día cualquiera, podría cambiar. Quizá seas tú mismo quien la cambie. Tu singularidad consiste en la posibilidad de que seas el único ser capaz de reconocer este hecho.

Retornemos una vez más a nuestro relato. Los productos químicos simples, inmersos en un caldo pobre de una Tierra yerma, combinándose y dividiéndose, formaron azarosamente una combinación que tuvo la capacidad de reproducirse mediante el consumo de energía y moléculas del caldo circundante. Llamamos vida a este proceso. Aquella combinación es el ADN. El mismo proceso ha producido, operando durante los últimos tres billones de años, las incalculables especies vivientes y extinguidas que componen el espectáculo de la vida sobre la Tierra: cambio azaroso en el ADN, pequeños receptáculos y remansos en los que las oportunidades no explotadas ofrecen al recién llegado la posibilidad de establecerse precariamente... Después, la feroz competencia para sobrevivir en los grandes sistemas estables que determinan si el recién llegado conserva su condición de extraño, se une al gran conjunto... o se extingue.

El resultado ha originado dos tipos de progreso completamente distintos. Uno de ellos ha conducido a la perfecta adaptación a un conjunto específico de condiciones: bacterias que sólo prosperan en ciertas charcas de aguas casi hirvientes, mohos que sólo crecen en tanques de combustible de aviación, peces que no pueden existir salvo en aguas subterráneas, vegetales y moluscos que necesitan fango caliente y alcalino... Estas son unas pocas entre los miles de criaturas especializadas y maravillosamente adaptadas. El otro tipo de progreso es exactamente el opuesto. Rechaza toda especialización, todo extremo. Se centra en progresos de carácter general, del tipo que conviene a vegetales y animales para aprovechar mejor casi cualquier medio ambiente.

Estos progresos son los que podríamos denominar corriente fundamental de la evolución. Abarcan toda la escala, desde la capacidad de aprehender la energía solar, pasando por la capacidad de trasladarse, hasta formar seres multicelulares, desarrollar el tubo gástrico en lugar de un conducto en forma de saco, así como sistemas circulatorios y nerviosos, esqueletos, la vista, el tacto y otros sentidos, la supervivencia fuera del agua, la sangre caliente, una inteligencia en desarrollo, la confección de utensilios, el poder de la palabra, la civilización...

En esa lista hay algo extraño. Bosqueja un progreso uniforme en el desarrollo general de las cosas vivas. Cada paso adelante ayuda a sus poseedores a sobrevivir globalmente, no sólo en tal o cual entorno particular. Marca una línea uniforme de complejidad y perfeccionamiento crecientes, culminando en la inteligencia humana y sus consecuencias. Estas vienen representadas en los tres últimos puntos de la lista: la confección de utensilios, el poder de la palabra y la civilización. Asimismo constituyen las excepciones, ya que no están especificadas por el ADN. Son una especie de antorcha que debe transmitirse de generación en generación: conforman nuestra herencia cultural.

Con el surgimiento del hombre, la evolución dio un giro repentino en una nueva dirección. Durante cerca de tres billones de años, el proceso había sido accidental y automático, siguiendo sus propias leyes intrínsecas de autoperfeccionamiento. Entonces, de súbito, apareció el hombre. Durante la mayor parte de nuestros dos o tres millones de años sobre la Tierra, nuestra inteligencia se limitó a estar a un paso de la extinción. Pero con el invento de la agricultura y el desarrollo de la civilización, que condujeron a los últimos descubrimientos de la ciencia, todas las cosas “despegaron” realmente. Esto sólo comenzó hace alrededor de diez mil años. “De súbito” no pasa de ser una expresión convencional para designar este período.

Imagina que la vida no tiene más que doce horas de antigüedad. Comenzó más o menos a la hora del desayuno ―digamos a las ocho― y ahora son cerca de las ocho de la tarde. En ese lapso hay 43.200 segundos. Pues bien: el hombre aparece en los últimos doce, y la civilización y la alborada de la historia documentada ocupan la última décima del último segundo.

La Tierra debió atravesar muchos momentos notables durante su larga vida, pero el más memorable tiene que ser este último brevísimo giro: el momento en que esa materia siseante arrojada hacia el exterior a causa del Big Bang se organizó, finalmente, en una configuración que le hizo tomar conciencia de sí. A partir de ese momento, continuó profundizando su sorprendente historia.

Lo que la hace aún más sorprendente es que, por lo que sabemos, esta conciencia es única. Cierto, hay tantos billones de planetas en el Universo en los cuales la vida es posible, que resulta casi impensable que sólo la Tierra haya logrado tal prodigio. Pero si nos limitamos a nuestros conocimientos, debemos admitir que hasta el presente no hemos detectado ninguna señal concreta de vida inteligente más allá de nuestro planeta; por lo que sabemos, estamos solos. Resulta pavoroso comprender que quizá sea este el único lugar del Universo en que la materia adquirió de súbito la nueva facultad: la conciencia.

Si nos limitamos a nuestros conocimientos, también debemos admitir que este relato no contiene toda la verdad. Esto se debe a que el tipo de verdad que abordamos aquí nunca puede ser considerado definitivo. Siempre hay tiempo para mejorar los detalles de lo que ya suponemos saber. Aún más importante y estimulante, todo descubrimiento nuevo abre mayores zonas al asombro.

Nadie vio el Big Bang, los fragmentos del Universo volando aisladamente ni el gas que giraba con lentitud y se condensaba hasta formar las estrellas y los planetas. Nadie estuvo presente cuando la Tierra comenzó a calentarse casi hasta alcanzar el punto de fusión y a enfriarse luego en distintas capas cristalinas. Nadie observó las moléculas que erraban y se unían en el “caldo” primitivo. Pero ¿por qué estamos convencidos de que esta secuencia determinada de los acontecimientos es la más probable, a la luz de nuestros conocimientos actuales incompletos?

Tomemos como ejemplo el Big Bang. La prueba proviene de nuestra experiencia acerca de cómo se comportan las partículas atómicas en gigantescas máquinas desintegradoras de átomos; de mediciones de la luz desde galaxias lejanas, que demuestran que se alejan; y de la observación de las ondas de radio que conforman la radiación general de fondo del espacio, lo que indica que hace billones de años se produjo una inmensa explosión. En la actualidad, la teoría que relaciona más adecuadamente estos acontecimientos diversos en una sola explicación es la teoría del Big Bang. Pero esto no garantiza su validez y algunos astrónomos sostienen que otras explicaciones son, al menos, posibles. De modo que prepárate para enterarte de que la teoría del Big Bang ha sido reemplazada por otra idea que postula una explicación más satisfactoria y amplia de los hechos conocidos.

No obstante, otras partes del relato se basan en pruebas mucho más consistentes. Por ejemplo, la evolución. Charles Darwin fue el primero en postular esa teoría en 1859. Las observaciones efectuadas desde entonces sólo han hecho que la consideremos más probable. Hemos podido presenciar una versión acelerada de la evolución simple funcionando en el laboratorio. ¿Recuerdas el experimento de Stanley Miller? Gracias al descubrimiento de los componentes del ADN ―realizado recientemente, en 1953, por Francis Crick y James D. Watson― podemos incorporar una explicación de sus mecanismos paso a paso. De modo que resultaría muy sorprendente que la teoría evolutiva fuera reemplazada por alguna explicación totalmente distinta. Pero esto no significa que los detalles sean definitivos. En consecuencia, sólo podemos hacer una suposición inteligente acerca de lo que ocurrió con exactitud en el seno del “caldo” primigenio.

Por lo tanto, esta es una explicación que podríamos considerar que se adecua al estado actual de los conocimientos y a los hechos observables. Cuenta con muchos predecesores que se remontan hasta los testimonios más antiguos. Todos han sido parcialmente erróneos. Algunas de las configuraciones que afirmaban ver desaparecieron, sencillamente, cuando miramos desde más cerca. Muchos de sus descubrimientos “definitivos” se convirtieron en simples cabezas de playa hacia una nueva e inmensa región interior de conocimientos. Hace mucho tiempo que los problemas que ellos consideraron definitivamente insolubles han dejado de desconcertar incluso a nuestros más jóvenes estudiantes.

Acaso esta exposición es distinta? Claro que no. Dentro de algunos siglos la mayoría de los adolescentes, si hojearan algún ejemplar, sonreirían en una docena de puntos por nuestra ignorancia. Quizás algo que lleves a cabo en el transcurso de tu vida contribuya a esa sonrisa.

 

¿Por qué existe algo en vez de nada?

Según el principio antrópico, todo está pensado y orientado para la existencia del hombre. Desde que las personas comprendieron que las estrellas no pertenecen a este cosmos sino que están en alguna esfera remota de otro, mucho más allá del alcance de la honda o de la flecha, más allá de todos nuestros sentidos excepto el de la visión..., desde entonces hemos preguntado “¿por qué?”.

La pregunta es tan insistente que no nos atrevemos a dejarla sin respuesta. Cada generación la ha respondido en los términos que mejor se adecuaban a todo lo que sabía sobre la vida. Así, las estrellas son los ojos de los espíritus, el adorno de las vestimentas de un monarca, un augurio del futuro, si logramos interpretar correctamente sus movimientos... Durante la mayor parte de nuestra historia hemos acallado la pregunta facilitando este tipo de respuestas.

Lo único que no nos atrevimos a decir fue: No lo sabemos, tratemos de averiguarlo. En realidad, no teníamos la menor idea del modo de comenzar a averiguar. Debido a que eran definitivas, esas respuestas anulaban toda investigación posterior.

Hace unos pocos cientos de años, inmediatamente después que algunos audaces navegantes europeos demostraran que el orbe era muy distinto a todas las concepciones previas que de él se tenían, personas de muy diversos tipos comenzaron a comprender que era provechoso reconocer su ignorancia “y pronunciar aquellas palabras desafiantes: “Tratemos de averiguarlo. Así nació la ciencia moderna.

En nuestros días avanzamos bajo esta nueva perspectiva. Cuando realizamos un descubrimiento personal, la primera pregunta que hacemos es: “¿Se ajusta a nuestras teorías actuales o estoy en algo nuevo?” En realidad, nos sentiríamos más estimulados si el descubrimiento demoliera por completo alguna creencia existente en lugar de apoyarla. Nos resulta difícil reconocer que esta actitud es muy nueva. Por cierto, la mayoría de las personas que han vivido la consideran peligrosa y, probablemente, insana. Para ellas, la primera pregunta habría sido: “Veamos cómo puede adecuarse este descubrimiento a nuestras ideas actuales”.

Pero siguen vigentes esos por qué fundamentales a los que no podemos responder: “Averigüemos”. No hay modo de averiguarlo. Al leer el relato del desarrollo de la vida a partir de una mezcla de caldo con cristales y gas, al verla desplegarse con todos sus maravillosos detalles, quién dejará de ser estimulado por el asombro, de sustraerse a preguntar ese por qué imposible de responder? ¿Por qué ocurrió? ¿Por qué hubo algo?

No se trata de una pregunta sobre los mecanismos del Universo, ya que este tipo de interrogante siempre nos devuelve al callejón sin salida de un hecho observable. Por ejemplo, la pregunta “¿por qué el agua moja?” nos remonta inmediatamente a una cadena de mecanismos hasta que alcanzamos la siguiente afirmación: Se trata de un hecho observable que el hidrógeno y el oxígeno combinados de este modo forman una molécula con tales y cuales propiedades. Si sigues preguntando “¿por qué?”, vas más allá del mecanismo, hacia los reinos de la intencionalidad. Por eso cuando preguntamos ¿por qué? con relación al Universo, intentamos averiguar cuál es su intención.

Una intención implica una conclusión de algún tipo, un logro, un punto de llegada. De modo que si el Universo tiene una intención, también tiene un punto final: el momento en que aquélla es alcanzada. En síntesis, cuando preguntas “¿por qué existe el Universo?”, se supone que éste tiene una finalidad.

En tal caso, carece de sentido pedir una respuesta a los científicos o a todo aquel que extraiga sus respuestas del estudio de lo mensurable, palpable, visible, físico y químico, puesto que todavía nadie ha encontrado prueba concluyente alguna de que este Universo pueda alcanzar un punto de llegada. Aunque así ocurriera, no existen leyes que determinen que un fin implica una intención.

Ciertamente, cambiará este ordenamiento determinado de la materia del interior del Universo. Si la gravedad gana la pugna por invertir la expansión del Universo, aproximadamente dentro de veinticinco billones de años la materia del Universo dejará de viajar hacia afuera y pasará cuarenta billones de años más desandando el sendero hasta que todo caiga en un punto, donde se convertirá en… lacosaparalaquenotenemosnombre. Si en ese momento todo comienza de nuevo, será porque está en su misma naturaleza hacerlo; no podría dejar de comenzar otra vez, del mismo modo que el agua no puede “dejar” de mojar. Para un observador cósmico ―un ser de pura conciencia, carente de materia , en consecuencia, capaz de permanecer fuera del Universo material mientras éste cayera―, nuestra pregunta sobre el por qué y la intención se convertiría en una pregunta sobre el por qué del mecanismo, y acabaría en el acostumbrado callejón sin salida del hecho observable. Pero nosotros nunca podremos observarlo. Tendríamos que aceptar su palabra ―la del observador cósmico o, como diríamos los creyentes, Su Palabra― respecto a este hecho. Para quienes tenemos Fe, la Palabra de Dios es la más digna de crédito. Gracias a ella sabemos que todo lo creó por amor. Nosotros, cuando tenemos un bien, por ejemplo la vida, queremos comunicarlo a otros. Es lo que hizo Dios al crearnos. Quiso que hubiera unas criaturas a su imagen y semejanza, que, como Él, pudieran transmitir vida.

 

La vida avanza constantemente hacia una crisis

Cuando percibimos que algo sucede allá afuera, y vemos que muestra una tendencia al desarrollo, utilizamos mecánicamente esta comprensión para responder a la pregunta: “y después, ¿qué?” No podemos dejar de hacerlo, tanto en lo que se refiere a nimiedades (podré cruzar la calle antes de que pase ese coche) como en lo que concierne a cuestiones más importantes (la hostilidad creciente entre las naciones provocará la guerra). Ahora que hemos advertido una configuración en nuestra evolución y descubierto el mecanismo básico del proceso, ¿podemos utilizarlo para que nos ayude a predecir hacia dónde vamos?

La respuesta es tajante: no. Esta negación se mantiene si buscamos algún tipo de futuro inevitable que acontecerá a pesar de todo. Si la historia de la evolución tiene algún significado para nosotros, éste reside en que nos enseña que el azar, lo fortuito, la suerte, o como prefieras llamarlo, ha desempeñado un papel primordial en cada nuevo estadio. Hasta la perfección de una rosa debe su existencia al “azar” providencial. Lo mismo se aplica al cerebro humano con su capacidad sorprendente para indagar sus propios orígenes y para crear ideas, belleza y máquinas. Al remontarnos en la evolución podemos discernir configuraciones que parecen inevitables, pero esto se debe a que ahora estamos en condiciones de captar la conexión entre acontecimientos anteriores y posteriores. Pero si buscamos semejanzas en lugar de certezas, la historia de la evolución contiene numerosos indicios útiles.

En primer lugar, veremos que, a pesar de su furibundo bullicio, la vida es básicamente ociosa. Siempre aborda el camino más fácil que se presenta. Si hay bastante alimento, tal como ocurría con el caldo primitivo, las cosas vivientes lo aprovechan. En efecto, nunca hacen el esfuerzo extraordinario de producirlo por sí mismas. Esto no es necesario hasta que estalla una crisis alimentaria. En ese preciso momento se produce la mutación adecuada..., con “suerte” providencial.

La vida avanza constantemente hacia una crisis. Se instala en un rincón, y luego, cuando parece que no hay salida, en el ADN se produce un cambio equivalente a la modificación de la estructura del edificio. El rincón ya no es un rincón, el camino se despeja y nuevamente emprendemos la marcha hacia el próximo rincón, hacia la crisis siguiente.

En este momento, la humanidad se aproxima a una de estas crisis. Resulta sorprendentemente similar a la que afrontó la vida primitiva cuando el alimento preparado que contenía el caldo comenzó a escasear. Nuestro “caldo” es la corteza terrestre, un depósito de materias primas para nuestro tipo de civilización. Hoy nuestro sustento depende por completo de esa provisión de combustibles y minerales. La diferencia reside en que la crisis vital del caldo primitivo se produjo a causa del tipo de ADN que entonces formaba parte de las cosas vivas. Pero nuestra crisis no está tan directamente ligada a nuestro ADN. Nuestra crisis es el resultado de nuestro otro tipo de herencia: la evolución cultural. Es nuestra civilización, más que la vida misma, la que se encuentra directamente en peligro, pero ambas están muy entrelazadas.

Nos encontramos en esta encrucijada porque utilizamos nuestros cerebros, porque asimilamos el valor potencial de las materias primas y de los combustibles de la Tierra, y porque luego escogimos el camino más fácil: la explotación indiscriminada. Por este motivo la “mutación”que nos sacará con suerte, siempre con la “suerte” de la divina providencia que gobierna el Universo) del rincón en que nos hemos instalado no se parecerá a la del ADN. Será una “mutación” en la configuración de nuestra evolución cultural y dependerá de que, una vez más, utilicemos el cerebro.

Pero la lección del caldo primitivo sigue teniendo validez, aunque el carácter de la “mutación” pueda ser muy distinto. Cuando todas las provisiones fácilmente asequibles se agotaron, las cosas vivas tuvieron que volverse hacia la única fuente de energía constante, regular y segura que este planeta ha conocido, y debieron acumularla con objeto de crear nuevas provisiones, en este caso de alimento. Pero eso no fue todo: más tarde, las cosas vivientes tuvieron que encontrar un modo de equilibrar todo el proceso, de forma tal que los átomos de carbono, hidrógeno y oxígeno se unían para formar azúcares con la misma rapidez con que se desmembraban nuevamente en agua y anhídrido carbónico preparados para su reutilización, una otra vez. A la vida le faltaba descubrir el truco del reciclaje de las materias, que luego emplearía tan persistentemente.

Nosotros tendremos que enfrentarnos con la misma situación. Naturalmente, el caldo primitivo obtenía su energía del Sol. Recuerda que irradia hacia la Tierra una energía dos millones de veces superior a las necesidades energéticas actuales de la humanidad. Por ello debemos encontrar algún modo directo de acumular esa energía. Probablemente ya lo hemos encontrado. En la actualidad existen cientos de grupos humanos consagrados a esa tarea.

En síntesis, no nos enfrentamos a un problema energético insoluble. Tampoco existe un problema alimentario insalvable. Además, sabemos de qué manera podemos lograr el reciclaje del resto de las materias primas. Hasta hoy la provisión de la corteza terrestre sigue siendo abundante, y lo mismo ocurre con las materias primas demasiado baratas para que el reciclaje se convierta en un proceso beneficioso. Pero cuando la provisión escasee realmente, el reciclaje se hará cargo de la situación.

Quizás no estemos ante un problema de población, en el sentido de que existe una diferencia entre el número de personas que la Tierra puede sustentar y la cantidad mucho menor a la que podría ofrecer una existencia placentera, porque la mayor parte está despoblada . Pero tampoco este problema es insoluble, puesto que si suficientes personas decidieran que hubiese una cantidad mayor de habitantes, viviendo según la ley natural creada por Dios, se favorecería una vida mucho más grata, aunque lo que en realidad pretenden los gobiernos sometidos a la ONU es lo contrario con el genocidio del aborto, y sus imposiciones de control de la natalidad. Lo cierto es que no nos enfrentamos con problemas que no seamos capaces de resolver, si ponemos en juego nuestra herencia cultural actual que prescinde de la herencia cristiana.

 

¿Hacia dónde vamos?

¿Qué podemos decir del futuro a largo plazo? Si damos por sentado que resolveremos nuestros problemas materiales, ¿cuál será el próximo paso previsible de nuestro desarrollo? Siempre y cuando nos ocupemos de períodos relativamente breves en términos evolutivos —por ejemplo, menos de un millón de años—, será un desarrollo sustentado en la herencia cultural y no basado en el ADN. Una vez más, podemos ver el surgimiento de una clara configuración. Al principio, toda la Tierra dependía de la interacción de ingentes cantidades de energía durante un prolongadísimo espacio de tiempo. La energía sigue siendo esencial para la vida, pero hemos presenciado un aumento constante de la eficacia con que se la utiliza. ¿Recuerdas que el cambio de la fermentación a la respiración de oxígeno producía diecinueve veces más energía de las mismas sustancias alimentarias? Aquél sólo fue un paso más a lo largo del camino. El cerebro humano supuso otro gran salto adelante, en la medida en que sólo utiliza unos pocos vatios de energía. Pero su potencial es tan vasto que resulta incalculable. Ahora podemos vislumbrar los inicios de otros cambios que quizá causen un impacto aún más profundo en nuestro modo de utilizar la energía. Todo está vinculado al tratamiento que demos a la información. Recuerda que el surgimiento del lenguaje nos permitió emitir y recibir información cada vez más compleja. La escritura fue el siguiente paso extraordinario en virtud de que a partir de ella la información podía almacenarse fuera del cuerpo humano. Actualmente, grandes cantidades de información pueden ser almacenadas en minúsculos dispositivos y transmitidas alrededor del planeta en pocos segundos. Las sociedades del porvenir se basarán en un intercambio creciente de información con una pérdida cada vez menor de tiempo y energía. Esta complejidad de la información en constante expansión alterará nuestra herencia cultural modificando el modo en que nos comportamos, vivimos e, incluso, pensamos.

Una vez más nos volvemos hacia el almacén original de información: la molécula de ADN. Comenzamos a observarla del mismo modo que un pintor estudia su caja de pinturas. Podemos modificar la molécula de ADN de tal modo que construya aquello para lo que la programamos? ¿Podríamos obtener de ella alimento, ordenadores o un nuevo tipo humano capaz de vivir en un planeta de otro sistema solar de otra galaxia? Ya existen en preparación experimentos destinados a modificar algunas de las formas más simples del ADN —las de la bacteria— de modos ignorados por la naturaleza. Probablemente transcurrirán muchas décadas antes de que podamos producir algún efecto determinado que nos hayamos propuesto. Pero ahora que sabemos que químicamente es posible modificar los genes individuales, ¿qué impedirá que un ser con nuestra curiosidad y nuestro entusiasmo por los experimentos lo intente?

¿Y qué nos impedirá más tarde poblar el exterior, sembrando de vida las estrellas? ¿Acaso no sería una prolongación directa de todo cuanto ha ocurrido con anterioridad? Aunque fuéramos los únicos seres inteligentes del Universo, ¿qué puede impedirnos cubrirlo por completo?

“Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: —Creced, multiplicaos” (Gn 1, 27-28).

















Vocabulario

 

Ácidos nucleicos. Están compuestos por cadenas de nucleótidos. El ADN y el ARN son ácidos nucleicos.

ADN Sigla que significa ácido desoxirribonucleico. Suele formarse cuando dos cadenas complementarias de nucleótidos ácidos nucleicos se unen en espiral formando un helicoide doble. Todo organismo viviente posee su cadena singular de ADN, en la que están registradas todas sus características. El orden de los nucleótidos especifica la variedad de proteínas diversas que singularizan cada cosa viviente. Todas las células de un organismo contienen el conjunto completo de cadenas de ADN apretadamente enroscadas.

Algas. Plantas acuáticas. Primera forma de vida que utilizó clorofila para absorber energía de la luz solar.

Aminoácido. Una de las primeras moléculas que se formó en la Tierra primitiva. Todas las proteínas se originan en los veinte tipos distintos de aminoácidos.

Anfibios. Primeros vertebrados que abandonaron el mar. Viven tanto en la tierra como en el agua, donde generalmente aovan.

Animal Los animales sobreviven ingiriendo vegetales o alimentándose de otros animales que a su vez ingieren vegetales. ARN. Sigla que significa ácido ribonucleico. El ARN es el agente del ADN. Principalmente se ocupa de la formación de las proteínas especificadas por el ADN en la célula.

Átomo. La unidad más pequeña en que puede dividirse un elemento conservando sus características. Los átomos están formados por protones, neutrones y electrones.

Bacterias. Organismos unicelulares muy simples y pequeños que se alimentan de otras células, provocando su descomposición. También se las denomina comedoras de carroña.

Bípedos. Animales provistos de dos patas.

Célula. La unidad más simple de vida. Todas las cosas vivientes están compuestas por células, desde el alga unicelular hasta el ser humano, que posee cincuenta trillones de células.

Cromosoma. En toda célula humana, con excepción de la sexual, existen 46 cromosomas que contienen todo el ADN ―todos los genes― que especifica las características de un individuo. Las células sexuales ―los espermatozoides y los óvulos― sólo poseen 23 cromosomas, de tal modo que cuando se unen en el momento de la fecundación la primera célula del nuevo ser humano cuenta con 46 cromosomas.

Electrones. Se cuentan entre las partículas fundamentales de la materia. Con carga eléctrica negativa, más pequeños que los protones y los neutrones, giran alrededor del núcleo de un átomo.

Elemento. En la naturaleza sólo existen 92 elementos. Cuando sus átomos se separan durante los procesos de fusión y fisión nucleares, es posible reducirlos a sustancias más básicas.

Energía nuclear. Ingentes cantidades de energía nuclear son liberadas cuando pequeños átomos se unen, durante la fusión nuclear, o cuando átomos grandes se separan, durante la fisión nuclear.

Especie. Los animales que forman una especie son semejantes y pueden reproducirse entre sí, fenómeno que no suele darse con miembros de otras especies.

Espermatozoide. Minúscula célula sexual masculina que se produce en los testículos. Cuando un hombre experimenta un orgasmo eyacula alrededor de 350 millones de espermatozoides.

Evolución. Proceso gradual mediante el que la rica variedad de vida que hoy existe sobre la Tierra se desarrolló, a través de la selección natural, a partir de las primeras células vivientes.

Fermentación. La mayoría de los organismos utilizan oxígeno para desmembrar el alimento y extraer su energía. La fermentación constituye un modo poco eficaz de separar moléculas alimentarias. Fue utilizada por todas las formas de vida antes de que la atmósfera de la Tierra se saturara de oxígeno. En la actualidad, sólo las levaduras y algunas bacterias dependen de ella.

Fosfato. Sal mineral. Es uno de los elementos constitutivos básicos del ADN.

Fusión nuclear. Sólo se produce a una temperatura sumamente elevada ―millones de grados―, y durante este proceso los núcleos de los átomos se separan forman nuevos núcleos. Si los protones y los neutrones del interior de los nuevos núcleos están lo suficientemente apretados se fusionan, emitiendo energía durante el proceso.

Gen. Unidad fundamental de la herencia. El ADN de cada célula humana porta los millares de genes que especifican todas las características de un individuo.

Gravedad. Todas las partículas de materia del Universo se atraen mutuamente a causa de la fuerza de la gravedad. Esta última no sólo nos mantiene aferrados al suelo, sino que también mantiene a los planetas en órbita alrededor del Sol y a éste describiendo una órbita en torno del centro galáctico.

Hongos. No pueden producir alimento, como los vegetales. Desmembran y absorben los cuerpos muertos de otras formas de vida.

Hormona. Muchas glándulas del cuerpo producen hormonas. Éstas son sustancias químicas que circulan por el torrente sanguíneo y regulan el comportamiento de determinados órganos.

Inteligencia. Capacidad de adaptar en todo momento la conducta a los cambios del medio ambiente. Existen dos tipos de inteligencia. La holística comprende las situaciones como totalidad, pero no puede aislarlas. La secuencial es el tipo de inteligencia que razona y construye cadenas lógicas. Sólo los seres humanos poseen esta inteligencia.

Lípidos. Sustancias grasas que flotan sobre el agua. Delgadas capas de lípidos formaron las membranas de las primeras células.

Mamíferos. Vertebrados de sangre caliente, cubiertos de pelo que contribuye a que mantengan las temperaturas corporales. La mayoría acarrea a su progenie en el interior del cuerpo en lugar de aovar. El recién nacido se alimenta de la leche materna.

Materia. Toda sustancia que, de algún modo, podamos tocar, sentir o experimentar. Toda la materia está compuesta por átomos. Tiene peso, ocupa espacio puede ser líquida, sólida o gaseosa.

Menstruación. Todos los meses crece en el útero de la hembra humana un nuevo revestimiento preparado para la llegada de un fecundado. Si ningún óvulo es fecundado, la pared del útero sangra y el revestimiento se desprende para pasar por la vagina durante el proceso de la menstruación.

Molécula. Grupo estable de átomos. Por ejemplo, una molécula de agua contiene dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno.

Mutación. Cambio azaroso en el ADN. Aunque la mayor parte de las mutaciones son perniciosas, una proporción minúscula explica el progreso evolutivo a través de la selección natural.

Neutrón. Partícula fundamental de la materia cuya masa es igual a la de un protón. Se encuentra en el núcleo de todos los átomos con excepción del de hidrógeno, carece de carga eléctrica.

Núcleo. Cuerpo central de toda célula viviente. Contiene el ADN. El núcleo de un átomo es la masa con carga positiva compuesta por protones y neutrones. El núcleo contiene la mayor parte de la masa de un átomo y sólo una pequeña fracción de su volumen.

Nucleótido. Los azúcar-fosfatos y las bases nucleótidas se combinan para formar nucleótidos. Las cadenas de nucleótidos forman el ácido nucleico.

Organismo Toda cosa viviente uni o multicelular.

Orgasmo. Culminación de un acto sexual que provoca una intensa sensación de placer. Cuando el macho experimenta el orgasmo, eyacula esperma.

Óvulo. Los ovarios de una hembra humana producen un óvulo por mes. La célula tarda alrededor de ocho días en bajar por una trompa de Falopio hasta el útero, lapso en que puede ser fecundada. Si esto no ocurre, atraviesa el útero y la vagina.

Primates. Orden de los mamíferos que incluye simios, monos hombre. El hombre tiene alma y cuerpo.

Proteínas. Las múltiples proteínas, diversas entre sí, se forman con cadenas de aminoácidos. Son responsables de las características y el funcionamiento de todas las células vivas.

Protón. Partícula fundamental de la materia que se encuentra en el núcleo de todos los átomos. Tiene carga eléctrica positiva.

Radiación. Energía transmitida en forma de calor, luz o rayos de radio de un cuerpo a otro. La Tierra recibe radiaciones del Sol y las estrellas.

Reptiles. Los pulmones bien desarrollados y la piel correosa permitieron que los reptiles alcanzaran el éxito como los primeros vertebrados que vivieron permanentemente en tierra. Ponen huevos con cáscaras protectoras, de los que salen vástagos bien formados.

Selección natural. Se produce durante la evolución. Es el proceso que conduce a la perduración de aquellos animales y vegetales mejor adaptados para sobrevivir reproducirse en sus ambientes específicos.

Vegetal. Única forma de vida capaz de capturar la energía del Sol y utilizarla para producir su propio alimento. En el proceso despide oxígeno. Por este motivo, los animales dependen de los vegetales para obtener el alimento el aire que respiran.

Vertebrados. Animales dotados de esqueleto.

Vida. Todo organismo, unicelular o multicelular, que puede crecer y reproducirse a sí mismo está dotado de vida.

Visión beatífica. Es el conocimiento inmediato de Dios que en el cielo gozan los espíritus angélicos y las almas de los justos.







 

 

Demostración científica de la existencia de Dios

(1)

 

(Independientemente de la Revelación

y de cualquier otra creencia religiosa)

 

Introducción: posibilidad

 

 La existencia de Dios se puede demostrar válida y científicamente a posteriori.

 

Argumentación.

Demostración a posteriori es aquella que procede a partir de algo que es posterior a aquello que se quiere conocer o demostrar, v.gr. que procede de los efectos al conocimiento de su causa.

Es así que la existencia de Dios se puede demostrar válida y científicamente a partir de sus efectos,

luego la existencia de Dios se puede demostrar válida y científicamente a posteriori.

 

La premisa mayor es la definición misma de la demostración a posteriori.

 

La premisa menor se prueba porque,

a) se dan en el mundo algunos seres y hechos que se nos presentan y los conocemos como algo causado, como e­fectos, y como tales,

b) tienen una causa propia y adecuada, y

c) esto basta para llegar a conocer válida y científicamente la existencia de Dios a partir de sus efectos.

 

En efecto:

 

a) La existencia de algunos seres, que son verdaderamente algo causado -efectos- nos consta, en primer lugar, porque tienen evidentemente algunos caracteres o modos de ser que implican una esencial de­pendencia de otro ser, de una causa, porque, v.gr., comienzan a existir, pasan de la potencia al acto, obran por un fin sin conocimiento de ese fin, etc. (como explico en otro libro acerca de la causa última y de los principios primeros y más universales de la realidad, y en otro que resulta ser una teoría crítica del conocimiento) que nos a­seguran el valor objetivo de nuestro conocimiento de tales seres co­mo como algo causado.

 

b) Que tales seres tienen una causa propia y adecuada nos consta por el principio de causalidad, que en el libro sobre la causa última y los principios primeros y más universales de la realidad formulo como exigencia de la realidad contingente, y cuyo valor objetivo establezco y defiendo tanto en ese sobre los principios primeros y más universales de la realidad como en el espejo de la realidad que es mi teoría crítica del conocimiento.­ (La frase "que nos conste por el principio de causalidad que tales seres tienen una causa propia y adecuada" no es una frase sin conformidad con la realidad).

 

c) Que basta esto para llegar a conocer válida y científicamente la existencia de Dios, se explica y prueba así porque

 

i. )  tales efectos exigen la existencia de una causa propia y adecuada, que es Dios, y

ii. )  el proceso demostrativo que se establece a partir de los efectos hasta llegar a su causa -Dios- es un proceso válido y científico y a posteriori.

En efecto:

 

1) Todo efecto necesariamente requiere una causa, porque efecto es aquello que es causado, que comienza a existir, y nada puede comenzar a existir por sí mismo, sino en virtud de otro, en cuanto es causado por otro, que se llama causa;

 

2) todo efecto requiere una causa suficiente y adecuada, pues nada puede existir sin razón suficiente y adecuada. Si es causado por otro, y este otro a su vez depende de otro ser al producir su efecto, no es la causa propia y adecuada de su efecto; y por tanto hay que recurrir a este otro ser, a esa otra causa, para explicar la existencia del efecto. Pero, si esta otra causa es causada a su vez, tampoco es su causa adecuada, habría que recurrir a otras y así sucesivamente, hasta llegar a su causa suficiente y adecuada;

 

3) ahora bien ninguna causa finita puede ser causa adecuada de ningún efecto. Las causas intrínsecas -material y formal- dependen de la causa eficiente y final en el ejercicio de su causalidad (como explico en el dicho libro en el que trato de los principios primeros y más universales de la realidad); las causas eficientes finitas dependen de otra causa que las haga pasar de la potencia al acto, y ninguna causa final finita puede ser causa final última y adecuada,

 

4) ni puede ser causa adecuada de algún efecto una serie finita o infinita de causas finitas, puesto que cada una dependería de otra en el ejercicio de su causalidad y no habría ni en ninguna ni en el conjunto de ellas razón suficiente de tal efecto;

 

5) luego en este proceso de búsqueda de la causa adecuada de un efecto hay que llegar necesariamente a una causa que no depende de otra en el ejercicio de su causalidad, sino que tenga en sí la razón suficiente de su propia causalidad, y sea causa y razón suficiente y adecuada de la causalidad de las demás causas y de la existencia del efecto. Y esta causa, como veremos, es Dios.

 

d) Y este proceso demostrativo, del efecto a la causa propia adecuada, es un proceso demostrativo válido, científico y a posteriori.

 

1) válido, pues se basa en el principio de causalidad, que tiene verdadero valor objetivo y universal, como demuestro en los dos libros anteriormente citados;

 

2) científico, pues procede a partir de unos hechos y principios verdaderos, ciertos y evidentes, y una tal demostración es una demostración científica, que nos proporciona un conocimiento cierto y evidente de la existencia de Dios, y por sus causas, no ontológicas, sino lógicas, in ordine cognitionis: lo ve el entendimiento, no los ojos; es evidencia, pero mediata.

 

3) a posteriori, puesto que procede de los efectos a la demostración de su causa,

 

luego a partir de los efectos se puede demostrar válida y científicamente la existencia de Dios; y, como tal demostración es a posteriori, luego la existencia de Dios se puede demostrar válida y científicamente a posteriori.

 

Conclusiones provisionales.

 

1. Luego son falsos, tanto el agnosticismo total y parcial, como el tradicionalismo y fideísmo, que enseñan que la existencia de Dios no se puede demostrar válida y científicamente.

 

2. Luego es inválida toda demostración quasi a priori (como el argumento ontológico), como quiera que se proponga, sea a partir del concepto de Dios como "id quo maius non potest" (San Anselmo), o como ser perfectísimo (Descartes) o como ser posible (Leibniz).

 

3) Luego el fundamento remoto de la demostración de la existencia de Dios a posteriori es el valor objetivo de nuestro conocimiento; y su fundamento próximo el valor objetivo del principio de causalidad.

 

4) Luego el proceso general de la demostración de la existencia de Dios a posteriori es este:

 

a) se ha de partir de la existencia de algún ser o de algún hecho que nos sea bien conocido (no imperfecta, ni parcial, ni arbitraria, ni interesada, ni subjetivamente, ni por manipulación o adoctrinamiento -"educación para la ciudadanía"-, ni por votación democrática -"ley del aborto­-, etc.) no solamente en cuanto tal, sino en cuanto a algo causado;

 

b) después se ha de determinar bien su necesaria dependencia respecto de su causa, en virtud del principio de causalidad; y esta es, a su vez, algo causado;

 

c) hay que proseguir la investigación y ver si la existencia de dicho efecto se explica suficientemente y adecuadamente con una serie de causas, de las  cuales cada una dependa de otra en el ejercicio de su causalidad; y, como esto es imposible;

 

d) finalmente, se llega necesariamente a la existencia de una primera causa que no depende de otra y de la que dependen todas las demás, y que será la causa propia y adecuada de tal ser o tal hecho.

 

Santo Tomás de Aquino expresa así este proceso demostrativo:

 

"visis sensibilibus, non devenimus in Deum nisi procendo,

 

a) secundum quod est a  causata sunt,

b) et quod omne causatum est ab aliqua causa agente, et

c) quod non est procedere in infinitum,

d) unde necesse existere aliquam causam,

e) quae Deus est"

 

(cf. In I Sent.,a.3,q.1,a.2).

 

Francisco Javier Cervigon Ruckauer